Entre el 6 y el 9 de junio tendrán lugar las elecciones al Parlamento Europeo, la única institución genuinamente democrática en el entramado institucional comunitario; sus integrantes los elige directamente la ciudadanía, el resto son de naturaleza intergubernamental. Un buen momento para pensar los retos a los que se enfrenta la Unión Europea (UE) y, diría más, el conjunto del planeta.

Lo primero que hay que desmontar es la falacia –que a fuerza de ser repetida una y otra vez no la convierte en verdadera– de que reforzar la integración económica, consumando un proceso de largo recorrido que empezó mucho antes de la implantación de la moneda única, es beneficioso para todos, especialmente para las economías más rezagadas y para los colectivos más desfavorecidos. Desde esta perspectiva, la convergencia habría sido el motor y el resultado de la construcción europea.

No ha sido así. La Europa realmente existente, la que debería estar en el epicentro de todos los debates, nada tiene que ver con esa visión idealizada y, por lo tanto, falsa. Las divergencias entre las economías y las regiones, entre las del centro y las periferias, y las desigualdades de renta y riqueza se han mantenido en niveles elevados o incluso se han recrudecido.

El estallido de la pandemia y la gestión que de la misma hicieron las instituciones comunitarias pusieron de manifiesto las vulnerabilidades asociadas a la globalización de los mercados, de cuyos beneficios la UE había hecho bandera; asimismo, unos servicios públicos frágiles –especialmente el relativo a la sanidad– tuvieron que enfrentar la enfermedad y las dramáticas consecuencias de la misma con una evidente escasez de medios, materiales y humanos, escasez que no cayó del cielo, sino que era el resultado de las políticas austeritarias y privatizadoras aplicadas con especial dureza a partir del crack financiero de 2008; y, en fin, quedó muy clara la creciente penetración de las instituciones comunitarias por las grandes corporaciones, que impusieron e imponen sus designios, convirtiendo la angustia y las perentorias necesidades de la ciudadanía en un formidable negocio para sus directivos y grandes accionistas.

Las fuertes alzas de precios, que sólo recientemente se han suavizado (los de los alimentos todavía hoy continúan aumentando con fuerza, a un ritmo muy superior al registrado por los salarios, golpeando especialmente a los grupos de población más desfavorecidos), han situado en el centro de la lucha contra la inflación al Banco Central Europeo. Esta institución ha llevado a cabo una política consistente en elevar hasta niveles históricos los tipos de interés haciendo del exceso de demanda el principal factor desencadenante de las tensiones inflacionistas. Un diagnóstico erróneo que ha tenido y tiene un coste social y productivo enorme, y que, al mismo tiempo, ha favorecido, engordando sus cuentas de resultados, a las instituciones financieras, así como a las empresas con capacidad para trasladar sobre sus clientes los tipos de interés más elevados.

¿Y la estrategia europea en relación al denominado sur global? También decepcionante. Ante el clamor procedente de estos países de levantar la propiedad intelectual de las vacunas en manos de las grandes farmacéuticas, las instituciones comunitarias se alinearon con ellas preservando sus privilegios. Tampoco han estado dispuestas a comprometerse con las iniciativas, promovidas desde los países del sur, destinadas reducir la carga de una deuda externa insostenible e insoportable y que empobrece todavía más a sus poblaciones. Eso sí, Europa, vulnerando la legislación internacional en materia de derechos humanos, ha continuado en su política consistente en levantar muros destinados a impedir la entrada a personas del sur que huyen de la pobreza, las guerras y los desastres climáticos, y externalizando la gestión de los flujos migratorios a otros países.

El retorno al Pacto para la Estabilidad y el Crecimiento (PEC) –cuya aplicación, ante la imposibilidad de que los gobiernos cumplieran con las exigencias de dicho pacto, fue suspendida en tiempos de pandemia– lo dice todo de la hoja de ruta de una Europa firmemente anclada en una ideología profundamente conservadora, en los intereses de los países con mayor potencial competitivo y de los grupos más privilegiados.

Vuelve el PEC con algunos cambios que no alteran lo fundamental: la austeridad presupuestaria continúa siendo la piedra angular del edificio comunitario y de la transformación estructural de las economías. Quedan, así, de hecho, fuera de la agenda un aumento sustancial del presupuesto comunitario, que ahora se encuentra ligeramente por encima del 1% de la renta nacional bruta comunitaria, la introducción de una fiscalidad progresiva fuerte a escala europea, y una intervención decisiva y estratégica de los gobiernos en dirección a la transformación de los tejidos productivos en clave de igualdad y sostenibilidad.

En otro orden de cosas, trascendiendo la esfera estrictamente económica, pero influyendo decisivamente en la misma, hay que decir que la invasión de Ucrania por parte de Rusia y el genocidio practicado por el ejército y el gobierno de Israel contra la población palestina en Gaza suponen un saldo cualitativo en la geopolítica del conflicto que domina el panorama internacional desde hace años. Continuamente se escucha y se lee en los principales medios de comunicación que, en términos generales, la respuesta europea ante esa situación crítica está siendo la adecuada. Nada más lejos de la realidad.

La decisión de entregar cantidades crecientes de armamento al ejercito ucraniano y mostrar una actitud, ¿cómo denominarla?, complaciente y retórica ante la brutal agresión que diariamente sufre la indefensa población palestina dan la medida de un «proyecto europeo» atrapado entre los intereses, cada vez más poderosos, del complejo militar-industrial y de la estrategia belicista de Estados Unidos y la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

El fuerte aumento del presupuesto militar en la UE –que, no lo olvidemos, en un contexto de rigor presupuestario y, en consecuencia, de contención del gasto público, obliga a reducir las partidas destinadas al gasto social y productivo–, las irresponsables declaraciones de algunos dirigentes europeos en el sentido de que podría ser necesario que tropas de la OTAN combatan en Ucrania (de hecho, ya hay muchos recursos logísticos y de otro tipo de esta organización y de Estados Unidos en el terreno), las recientes incorporaciones de Suecia y Finlandia a la alianza atlantista y la posible incorporación futura de Ucrania y de otros países de la región nos llevan directamente a un escenario de confrontación global, de dramáticas e impredecibles consecuencias.

Soy de los que opinan que, en este panorama, es necesario un giro radical, de 180 grados en la dinámica europea. No se trata de recuperar las «esencias» de un proyecto europeo extraviado o distorsionado por una coyuntura especialmente adversa, sino de cambiarlo en sus parámetros fundamentales. ¿Más Europa? Si con este lema se pretenden reforzar los parámetros actuales, mi respuesta, creo que la única respuesta aceptable, es un NO mayúsculo; ni podemos ni debemos seguir por ese camino que, además de tener consecuencias económicas y políticas desastrosas, sitúa a la UE como un actor irrelevante en la esfera internacional (de hecho, ya lo es), siempre a la zaga de los intereses y estrategias de la potencia estadounidense.

Las piezas de otra Europa pasan, entre otras cosas, por detener la política de exterminio de la población palestina, comprometerse con una salida negociada al conflicto entre Rusia y Ucrania, poner en marcha un plan creíble y ambicioso encaminado a frenar el cambio climático y la reducción de la desigualdad, y liderar una estrategia de apoyo solidario destinada a los países del sur. Sin estos cimientos, todas las puertas estarán cerradas a cal y canto y la Europa de la guerra y los mercaderes se habrá impuesto. Ojalá no estemos ante un punto y seguido en las políticas aplicadas hasta ahora.

Habrá que ver si las ya inminentes elecciones al Parlamento Europeo permiten abrir este escenario, si hay una izquierda ambiciosa y valiente que apueste en esta dirección.

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Esta Europa, no

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19.03.2024

Entre el 6 y el 9 de junio tendrán lugar las elecciones al Parlamento Europeo, la única institución genuinamente democrática en el entramado institucional comunitario; sus integrantes los elige directamente la ciudadanía, el resto son de naturaleza intergubernamental. Un buen momento para pensar los retos a los que se enfrenta la Unión Europea (UE) y, diría más, el conjunto del planeta.

Lo primero que hay que desmontar es la falacia –que a fuerza de ser repetida una y otra vez no la convierte en verdadera– de que reforzar la integración económica, consumando un proceso de largo recorrido que empezó mucho antes de la implantación de la moneda única, es beneficioso para todos, especialmente para las economías más rezagadas y para los colectivos más desfavorecidos. Desde esta perspectiva, la convergencia habría sido el motor y el resultado de la construcción europea.

No ha sido así. La Europa realmente existente, la que debería estar en el epicentro de todos los debates, nada tiene que ver con esa visión idealizada y, por lo tanto, falsa. Las divergencias entre las economías y las regiones, entre las del centro y las periferias, y las desigualdades de renta y riqueza se han mantenido en niveles elevados o incluso se han recrudecido.

El estallido de la pandemia y la gestión que de la misma hicieron las instituciones comunitarias pusieron de manifiesto las vulnerabilidades asociadas a la globalización de los mercados, de cuyos beneficios la UE había hecho bandera; asimismo, unos servicios públicos frágiles –especialmente el relativo a la sanidad– tuvieron que enfrentar la enfermedad y las dramáticas consecuencias de la misma con una evidente escasez de medios, materiales y humanos, escasez que no cayó del cielo, sino que era el resultado de las políticas austeritarias y privatizadoras aplicadas con especial dureza a partir del crack financiero de 2008; y, en fin, quedó muy clara la creciente penetración de las instituciones comunitarias por las grandes corporaciones, que impusieron e imponen sus designios, convirtiendo la angustia y las perentorias........

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