Recuerdo mi estupor, la primera vez que pisé Berlín oriental, recién caído el Muro. Todos los estudiantes de mi edad se marchaban de allí con lo puesto, huían como alma que lleva el diablo. Yo llegaba desde la España de Felipe González, la del paro galopante, en la que independizarse era una quimera hasta los treinta y pico y en la que sabías de antemano que ni la mitad de tus compañeros de Facultad terminarían trabajando en el sector para el que con tanto esfuerzo, de ellos y de sus familias, se habían estado preparando. En mi ingenuidad juvenil, me parecía una bicoca eso de que el Estado, aunque tarde y mal, terminase concediéndote una vivienda, un trabajo y entradas de ópera a precio de coste. Preguntaba, en cuando tenía ocasión, por los motivos de aquel éxodo masivo. Y mis interlocutores no siempre encontraban palabras lo suficientemente elocuentes para responder. Recuerdo una chica, Helge, que sólo supo echarse a llorar al escuchar mi pregunta. Otros alcanzaron a mencionar los controles policiales aleatorios en la calle, la angustia de ser siempre sospechoso. Necesitaban ser libres, era todo lo que decían. Sólo comencé a entenderlo cuando, adecentando el primer y destartalado piso en el que pude instalarme, aparecieron unos cables bajo el anterior empapelado. Un escalofrío me recorrió la espalda. Intuí la miseria humana que supone el hecho de ser vigilado a toda hora y en todo lugar. Rebusqué en mi mochila, para cerciorarme de que seguía allí el billete de vuelta a mi Salamanca y a mi libertad. Entenderán mi decepción si ahora leo en el periódico que en mi Salamanca las autoridades han normalizado la videovigilancia, instalando cámaras a diestra y siniestra y tratándonos a todos como potenciales delincuentes a los que está justificado vigilar. No das un paseo sin que te retraten. No entras o sales con coche sin que fotografíen tu matrícula, en lo que supone un silencioso acoso al derecho de libertad de movimiento. Y ahora el acecho se extiende además a los pueblos. ¿A nadie le sale de ojo que en Doñinos se instale un sistema con nada menos que 34 cámaras de videovigilancia? ¡Estamos hablando de Doñinos, no del Pentágono!. ¿Cuántos criminales peligrosos puede haber en Doñinos que justifiquen semejante control?

El artículo 19 de la Constitución y el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos consagran nuestra libertad de movimiento y de circular libremente. No hablan de cámaras de videovigilancia porque cuando fueron redactados todavía no existían, pero sin ser yo una experta constitucionalista me atrevería a decir que el espíritu de esos artículos es incompatible con el control sistemático de nuestros movimientos, a menos que una amenaza cierta lo justifique. No veo más beneficio que el de la empresa que instale las cámaras, que estará haciendo un buen negocio a cargo de las arcas públicas, o el del insaciable afán recaudatorio. No sólo quieren controlar cada uno de nuestros movimientos, sino también sancionar y sancionar y sancionar para cebar la maquinaria estatal.

Las generaciones más jóvenes, nacidas en cautividad y con el móvil en la mano, parecen aceptarlo de mejor grado. Pero a quiénes hemos disfrutado alguna vez de la vida en libertad, no sometida a vigilancia, cuando se aspiraba todavía a que nuestra propia responsabilidad bastase para un aceptable nivel de cumplimiento de las normas, como poco nos incomoda. Sobre todo teniendo en cuenta que todos esos datos sobre cada uno de nosotros y de nuestros movimientos, serán después sacrificados en el altar de la inteligencia artificial. Y a esa, hoy por hoy, no hay quien la controle. Unos buenos doscientos años acaba de cumplir la Policía Nacional y nunca necesitó tratarnos a todos como reclusos de una prisión de alta seguridad, a los que hay que vigilar con una cámara en cada pasillo, para garantizar la seguridad. La balanza entre libertad y seguridad no fue nunca una ecuación sencilla de resolver, pero al menos podríamos hablarlo.

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QOSHE - Videovigilancia - Rosalía Sánchez
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Videovigilancia

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15.01.2024

Recuerdo mi estupor, la primera vez que pisé Berlín oriental, recién caído el Muro. Todos los estudiantes de mi edad se marchaban de allí con lo puesto, huían como alma que lleva el diablo. Yo llegaba desde la España de Felipe González, la del paro galopante, en la que independizarse era una quimera hasta los treinta y pico y en la que sabías de antemano que ni la mitad de tus compañeros de Facultad terminarían trabajando en el sector para el que con tanto esfuerzo, de ellos y de sus familias, se habían estado preparando. En mi ingenuidad juvenil, me parecía una bicoca eso de que el Estado, aunque tarde y mal, terminase concediéndote una vivienda, un trabajo y entradas de ópera a precio de coste. Preguntaba, en cuando tenía ocasión, por los motivos de aquel éxodo masivo. Y mis interlocutores no siempre encontraban palabras lo suficientemente elocuentes para responder. Recuerdo una chica, Helge, que sólo supo echarse a llorar al escuchar mi pregunta. Otros alcanzaron a mencionar los controles........

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