La conversación intrascendente, esos minutos que por cortesía se dedican a asuntos triviales y agradables antes de entrar a matar, en cualquier entrevista o negociación, se han convertido en la parte más difícil de las conversaciones. Para empezar, ya no sabe uno si dar dos besos o dar la mano en la presentación. Si te pasas de efusivo, te arriesgas a que te monten un rubiales y, si te quedas corto, pareces un distante y soberbio Óscar Puente, a cara de perro con el personal. He visto ya más de una lesión de falange cuando uno de los interlocutores se lanza con decisión a besar al otro, que por su parte ha estirado la mano con firmeza, tal y como aconsejaban los manuales de buena presencia, y se la clava en el estómago. Y después llegan las engorrosas primeras palabras. Lejos queda aquel manido «¿cómo estás?», con el que estaba garantizada la exitosa ruptura del hielo, porque desde que hablamos todos tan abiertamente de nuestras emociones te arriesgas a que te contesten y arruinar de entrada el encuentro. Hemos pasado del añejo «los chicos no lloran» a que cualquier tiarrón o señora bien plantada se te confiesen a pecho descubierto en los entrantes. Tampoco vale ya el truco barato del small talk basado en el tiempo, porque serás juzgado como creyente o ateo del cambio climático. Basta insinuar que está refrescando para esta época el año, para que al otro lado de la mesa interpreten que estás en contra de los coches eléctricos o que te importa un rábano terminar con el planeta. Y viceversa: aludes al termómetro subido de tono y creas incomodidad en quien estaba pensando pedir un plato de carne, porque las vacas y el ozono, ya se sabe. Y esa es otra: tarde o temprano tienes que pedir algo. A no ser que tengas muy claro de antemano si estás ante uno de los acólitos de la cuaresma perpetua, que desaprueban sistemáticamente el consumo de hidratos de carbono, azúcares y grasas, o de algún miembro de la interminable clasificación de los vegetarianos, veganos, crudiveganos, flexitarianos y compañía, vas a meter la pata seguro por herir alguna insospechada sensibilidad. Yo por eso opto a menudo por quedar en una cafetería, sin menú, pero tampoco me libro del juicio. Pido un café con leche y el camarero pregunta, inquisidor, si la que quiero es leche de vaca. Es una pregunta trampa. Si dudas durante demasiados segundos, te ayudará a elegir entre leche de almendra, sin lactosa, leche de coco, leche de anacardo, leche de avena, leche de nuez de macadamia... y antes de que haya terminado la letanía tú habrás quedado ya como un troglodita o como un panoli. Sólo te queda el recurso de cambiar de tema e interesarte por el otro, aunque sólo sea para escabullirte del incómodo foco de atención, pero ese es otro campo minado. Preguntar de dónde vienes se ha convertido en un detalle de mal gusto. Me ha explicado un milenial que es «poco menos que racista». «¿A qué te dedicas?» es otra a evitar. Por lo visto, es impertinente para la Generación Z, que no quiere verse reducida a su rol profesional, un casillero que tiende a incomodarlos porque es muy posible que odien su trabajo o estén desempleados, lo que les resulta embarazoso. Es una lástima, porque no hay nada más interesante que oír a alguien hablar de lo que hace y por tanto sabe hacer, así sea fabricar alambre. Si expresas alguna queja, ¡atención!, eso es que eres de la fachosfera. Si te alegras porque las cosas van bien, ¡cuidado!, es que cobras del Gobierno. Los gurús del moderno saber estar recomiendan comentar la situación global de forma banal e intercambiable, pero a quienes asistimos en primera fila al rearme masivo internacional nos resulta complicado. La mutua sospecha nos somete a la mutua extrañeza. Y todo esto, sin haber empezado a hablar de lo importante.

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QOSHE - Small talk - Rosalía Sánchez
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Small talk

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26.02.2024

La conversación intrascendente, esos minutos que por cortesía se dedican a asuntos triviales y agradables antes de entrar a matar, en cualquier entrevista o negociación, se han convertido en la parte más difícil de las conversaciones. Para empezar, ya no sabe uno si dar dos besos o dar la mano en la presentación. Si te pasas de efusivo, te arriesgas a que te monten un rubiales y, si te quedas corto, pareces un distante y soberbio Óscar Puente, a cara de perro con el personal. He visto ya más de una lesión de falange cuando uno de los interlocutores se lanza con decisión a besar al otro, que por su parte ha estirado la mano con firmeza, tal y como aconsejaban los manuales de buena presencia, y se la clava en el estómago. Y después llegan las engorrosas primeras palabras. Lejos queda aquel manido «¿cómo estás?», con el que estaba garantizada la exitosa ruptura del hielo, porque desde que hablamos todos tan abiertamente de nuestras emociones te........

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