Una calurosa y polvorienta tarde de julio de 1954, en Memphis, un chaval aparcó la camioneta a las puertas de Sun Records y entró a grabar una canción, porque quería hacerle un regalo a su madre. Elvis no podía siquiera sospechar que estaba cambiando para siempre la historia de la música. Su mezcla de ritmos blancos y negros, más escandalosa incluso que sus movimientos de cadera, empujó la música cuesta abajo por el camino de la contracultura. No era su pretensión, para nada. Pero, a menudo, cantar lo que le sale a uno de las entrañas, expresar el propio punto de vista, decir las cosas tal cual uno las barrunta, un mínimo movimiento reflejo, se convierte en un ataque frontal a lo que hoy se denomina con el anglicismo «mainstream«, que suele alimentarse de la acomodaticia contención. Quienes participan de la corriente dominante por conveniencia, por instinto gregario o porque calculan, quizá inconscientemente, el coste social que puede acarrea lo contrario, olvidan que sacar el pie del tiesto conlleva también ciertas recompensas alternativas, como la de dormir a pierna suelta. Y aunque teóricamente vivimos en un país democrático, en el que la libre expresión y la libre determinación deberían estar garantizadas, hasta el más sutil de los gestos nobles puede acabar aquí convertido en un acto revolucionario y susceptible de ser perseguido.

En un país de Koldos, por ejemplo, un concejal que rechace indignado la sugerencia de una comisión resulta un elemento de lo más subversivo. Están los Beach Boys, más presentables que Elvis, y están los Beatles, que renunciaron al rock que ensayaron en Hamburgo para mover el flequillo al ritmo de la caja registradora, pero luego están los Rolling, que hoy serían los que osan salirse de la línea argumental que marque el partido, aunque esta sea tan miserable como evitar pronunciarse sobre legislación mollar propia para, en cambio, criticar a quienes no legislan en este momento por sus comentarios en redes. El político que se aventurase por ese incierto sendero sería un Mick Jagger de la vida, un provocador en toda regla.

Un político que dimita, por haber hecho una chapuza de ley, o por haber sido pillado en una flagrante mentira, o por haber consentido la corrupción entre sus filas, eso sería ya un manifiesto punk anarquista a lo Sex Pistols. Y un político que reconozca el error y se vuelva a su casa, en la España de hoy, se convertiría en un icono de la conspiración en contra del sistema. Sería calficado de golpista desde las más altas instancias del Estado porque estaría poniendo en duda lo más sagrado: el dogma del sillón. Eso sería ya Heavy Metal: Kiss o AC/DC.

Por eso, los miles y miles de españoles que este fin de semana han acudido a las manifestaciones de protesta contra una ley que consagra la corrupción, la venta de votos a cambio de prebendas, podrán contar a sus nietos que estuvieron allí, como hoy lo cuentan los que estuvieron en Woodstock en 1969. Seguramente muy pocos han salido a la calle con la conciencia de que están cambiando la historia. Salieron porque se lo pedía el cuerpo, con la misma naturalidad con la que Elvis movía la cadera, y la historia terminará dándoles la razón, por mucho que tarde en hacerlo y por muchos daños colaterales, inlcuso irreversibles, que deban encajar por el camino. Porque nuestra Constitución, a pesar de los golpes y las violaciones, sigue siendo fuerte. Porque, aunque parezca que está todo perdido, que sucumbimos a los tejemanejes de cuatro impresentables, no debemos subestimar el efecto mariposa: mañana agito una pancarta en la próxima manifestación que se convoque, para que la afrenta no quede en el olvido, y quizá mis nietos vuelvan a disfrutar un día de una clase política a la altura. Y porque ya hemos tenido muchos de los peores gobernantes pero el pueblo español sigue en pie. Larga vida al rock.

Comenta Reporta un error

QOSHE - Contracultura - Rosalía Sánchez
menu_open
Columnists Actual . Favourites . Archive
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close
Aa Aa Aa
- A +

Contracultura

13 0
11.03.2024

Una calurosa y polvorienta tarde de julio de 1954, en Memphis, un chaval aparcó la camioneta a las puertas de Sun Records y entró a grabar una canción, porque quería hacerle un regalo a su madre. Elvis no podía siquiera sospechar que estaba cambiando para siempre la historia de la música. Su mezcla de ritmos blancos y negros, más escandalosa incluso que sus movimientos de cadera, empujó la música cuesta abajo por el camino de la contracultura. No era su pretensión, para nada. Pero, a menudo, cantar lo que le sale a uno de las entrañas, expresar el propio punto de vista, decir las cosas tal cual uno las barrunta, un mínimo movimiento reflejo, se convierte en un ataque frontal a lo que hoy se denomina con el anglicismo «mainstream«, que suele alimentarse de la acomodaticia contención. Quienes participan de la corriente dominante por conveniencia, por instinto gregario o porque calculan, quizá inconscientemente, el coste social que puede acarrea lo contrario, olvidan que........

© Gaceta de Salamanca


Get it on Google Play