El mito del “eterno retorno” los usaron los estoicos para exponer su conjetura sobre la circularidad del mundo y Borges para justificar una de sus tantas especulaciones metafísicas sobre el tiempo; pero fue Nietzsche quien lo reformuló para mostrarnos la desdicha de una existencia inútil o trágica que tuviéramos que repetir infinita y cíclicamente, como sucede con la corrupción en Colombia que, dicho sea de paso, no es un fenómeno reciente ni exclusivamente colombiano. Hesíodo la denunció en su poema “Los trabajos y los días”, Solón se lamentó de la descomposición moral en Atenas y Juan Gossaín señalo que el primer acto de corrupción en la Nueva Granada (1602) se debió a la pérdida de 5.000 pesos oro.
Desde que se expidió la Constitución actual –que simbolizó el pacto por la democracia, la paz y la decencia– cíclicamente los gobiernos han padecido este flagelo: el elefante de Samper, la yidispolítica de Uribe, el escándalo de Odebrecht (Santos y Zuluaga), la ñeñepolítica de Duque y, ahora, en el primer gobierno “progresista”, observamos las mismas prácticas tradicionales (clientelismo, mermelada, abuso de poder, amiguismo, etc.) y la inmoralidad más ramplona.
Lo deplorable es que la respuesta institucional no haya sido hacer un mea culpa y enfrentar los supuestos hechos de corrupción que son muy graves, sino negar o intentar desviar la atención con argumentos, a mi juicio falaces, para: (a) hacer creer que la corrupción es un problema estructural e inevitable, intentando mostrar que se trata de un hecho meramente coyuntural, aislado o atribuible a “dos pillos”, no al gobierno (falacia de banalización del mal); (b) insinuar que la corrupción presente venía de gobiernos anteriores o que obedece a ciertas prácticas o personas que se quedaron enquistadas en el gobierno (falacia de la tradición o continuidad histórica); (c) deslindarse, intentando mostrar que los hechos ocurrieron a espaldas del Gobierno y que los corruptos actuaron por cuenta propia (falacia de ignorancia); (d) finalmente, intentar victimizarse para crear la falaz ilusión de que las investigaciones contra el Gobierno buscan realmente darle un golpe blando o sacarlo del poder (falacia de apelación a la piedad) y, de paso, desconocer las elecciones y la voluntad popular (falacia ad populum). Lo cierto es que los indicios muestran que a Petro la corrupción se le metió por la puerta principal y desde un inicio, no solo a través de los políticos tradicionales con los cuales pactó, sino, principalmente, a través de su círculo más cercano, que en su momento justificó tal estado de inmoralidad con expresiones como: “Hay que tragarse unos sapos” o “Hay que correr las líneas éticas”, para no decir: “El fin justifica los medios”: pero hoy se vuelve a corroborar las consecuencias de ese maquiavelismo, ahora “romantizado” por el progresismo.
*Profesor universitario.