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Un foco rojo en el T-MEC: los derechos laborales de los migrantes mexicanos

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05.01.2024

A tres décadas del TLCAN 1.0, México, Canadá y Estados Unidos enfrentan una asignatura pendiente: el cumplimiento de los derechos laborales para todos los trabajadores en los tres países.

Los ‘tres amigos’ de América del Norte pueden jactarse de que han avanzado de manera significativa a partir de la liberalización comercial, la flexibilización de los flujos de capital y la canalización de inversiones extranjeras, hasta las plataformas de producción compartida.

Sin embargo, el avance en derechos laborales es, de lejos, insuficiente. En 1994 se incluyó en el TLCAN 1.0 un acuerdo paralelo en materia laboral, pero no formaba parte del cuerpo del tratado, y por ello no era vinculante para los gobiernos. México le apostó durante décadas a los bajos salarios para contar con una ventaja comparativa, en un marco de debilidad de los sindicatos. El gobierno era juez y parte: afirmaba que cumplía sus propias leyes y derechos laborales -que en buena medida eran letra muerta- sin que hubiese sanciones comerciales por su incumplimiento.

Hay que recordar que hasta 1994 el régimen político mexicano se caracterizaba por un partido de Estado ‘prácticamente único’, con un hiperpresidencialismo que subordinaba a los poderes legislativo y judicial. México inició la liberalización comercial en 1986 con el ingreso al GATT, y sólo en 1990 con la formación del Instituto Federal Electoral IFE no controlado por el gobierno, avanzó la esperanza de tener elecciones libres.

En 1992-93, cuando se llevó a cabo la negociación del TLCAN 1.0, en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari, un grupo de mexicanos que denunciamos el fraude electoral de 1988, que lo llevó a la presidencia, manteníamos también una posición crítica respecto de las políticas de ajuste estructural neoliberales. Formamos mecanismos de coordinación como la Red Mexicana de Acción frente al Libre Comercio (RMALC), y nos coordinamos también con especialistas en todos los temas del TLCAN. Articulamos entonces alianzas con grupos afines en Estados Unidos y en Canadá, de cara a las posiciones de los gobiernos en Washington, Ottawa y la Ciudad de México.

El foco estaba en el comercio, y particularmente en la exportación. Los activistas ciudadanos -entre los que estábamos académicos, sindicalistas, ambientalistas, pequeños y medianos empresarios, miembros de distintas iglesias, representantes de pueblos indios, entre otros- fuimos recibidos con una pregunta muy reveladora en la primera sesión que sostuvimos con altos funcionarios de la entonces Secretaría de Comercio: ¿y ustedes qué exportan? Como si nuestra capacidad de ser interlocutores dependiera de nuestra participación en el comercio exterior. Uno de nuestros colegas respondió ágilmente: ‘un chingo de mexicanos’.

Me tocó constatar que el TLCAN iba más allá del comercio para constituir una alianza de los grandes capitales que buscaba establecer el trato nacional a la inversión extranjera y facilitar el flujo de capitales, incluida la repatriación de utilidades obtenidas por las corporaciones transnacionales. Bajo el gobierno del presidente Bill Clinton, el sector hegemónico del partido demócrata se movió de ser el partido de la clase trabajadora, a congraciarse con lo que se llama ‘el Estados Unidos corporativo’, cuyo centro de poder neurálgico y sede de los grandes intereses es Wall Street.

Tampoco es que prevaleciera la pureza ideológica del librecambismo. De hecho, algunos de los votos para que el TLCAN fuese aprobado en la Cámara de Representantes en Washington se consiguieron mediante medidas proteccionistas, como las otorgadas a los productores de tomate del estado de Florida, cuyo producto era inferior en calidad al tomate del estado de Sinaloa. Como suele ocurrir en la realpolitik, los votos se compraron y se vendieron en el mercado político-electoral a cambio de obras y de prebendas en los distritos de los congresistas reticentes a dar su voto para la aprobación del acuerdo.

Los activistas ciudadanos nos entrevistamos con funcionarios del gobierno del presidente Bill Clinton, y con legisladores clave en la Cámara de Representantes y en el Senado estadounidenses, así como con parlamentarios clave en Ottawa. En México el gobierno salinista puso todos los huevos en la canasta en Washington, porque estaba claro que allí se tomaría la decisión final. No existía en México un régimen democrático, ni un gobierno respetuoso de la división de poderes. Los legisladores eran vistos como accesorios al poder ejecutivo; a los diputados y........

© El Universal


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