Lavarse la boca
Georg Christoph Lichtenberg, que vivió en la segunda mitad del siglo XVIII, vio el mundo con la sabiduría propia de quien era el menor de diecisiete hermanos. Para hacer más difícil su vida, vino al mundo con una escoliosis grave. Su escepticismo es tan proverbial como su espíritu irónico y alegre. «Doy gracias a Dios por ser ateo», dijo en una de sus ocurrencias. Contracara de la Ilustración kantiana, él no escribió largos tratados de filosofía, pero es el más grande escritor de aforismos.
Uno de ellos dice: «Si Dios diera a conocer los secretos de los hombres, el mundo no podría subsistir». Este aforismo no tenía pretensiones proféticas. En el fondo, ampliaba la frase de Lutero que decía que las palabras eran como las palomas, echaban a volar y no se podían agarrar por la cola. Era una llamada de atención a las consecuencias no queridas de toda palabra. Sin embargo, el aforismo de Lichtenberg ha ido más allá y se ha confirmado como una profecía que se realiza ante nuestras narices.
La inteligencia venía luchando contra la tendencia pulsional de la humanidad a la verborrea inagotable. Desde Homero, el chismorreo, el gozo irresistible de hablar y de ser escuchado, se intentó disciplinar de un modo u otro. Primero canalizándolo por la narración, dotándolo de forma y de ocasión, de distinción y de ingenio. Ulises se entrega al........
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