A fondo: análisis (heterodoxo) del nuevo trumpismo
En el viejo continente crece la sensación de que esta década se parece cada vez más al periodo de los años veinte y treinta del siglo pasado. Hay argumentos para sostener esa impresión, quizá no tanto para dejarse llevar por el eurocentrismo y aplicarla más allá de nuestras fronteras. En mi opinión, la reciente victoria de Trump no termina de encajar con aquella época y puede sernos de mayor utilidad otra referencia histórica más reciente.
La relectura de Zweig tiene cierta validez a este lado del Atlántico. Ahora, como entonces, aumentan aquí la desigualdad, la desconfianza en la democracia, el nacionalismo, la extrema derecha, la xenofobia, el antisemitismo y el temor a la decadencia cultural. También las tensiones y los conflictos internacionales en nuestro propio territorio. Incluso podría apuntarse que la irrupción de las redes sociales está disparando la polarización, como lo hicieron también la propaganda de masas y la radio en su día. Vivimos, otra vez, bajo el sentimiento predominante del resentimiento, mientras el mundo vuelve a reconfigurarse, restándonos relevancia global de nuevo.
Buena parte de los puntos anteriores pueden trasladarse a Norteamérica. Y, junto a ellos, algunos más. El recelo hacia las élites también se está dando. Regresan el "América Primero", el aislacionismo, el malestar económico, la mano dura contra la inmigración, las tensiones raciales y la moral tradicional como respuesta a los cambios sociales y culturales. Sin embargo, podría no estar de más recordar lo que ocurrió allí cien años antes.
Los años veinte y treinta del siglo pasado no fueron tranquilos para la sociedad estadounidense. La conflictividad social fue enorme, los choques raciales fueron terribles —auge del Ku Klux Klan—, surgió una brecha irreversible entre lo urbano y lo rural, se desató el descontento de los militares veteranos —la Marcha del Bonus Army—, emergieron extremistas —el Partido Comunista se fundó en 1919, Lindbergh abanderó el fascismo—, nacieron organizaciones patrióticas extremas —American Protective League o la Legión Americana—, aparecieron movimientos reaccionarios —Liga de la Decencia Católica—, brotaron milicias privadas —Silver Shirts—, se libraron grandes guerras culturales —"Juicio del Mono" sobre la evolución-…; sumen a lo anterior el impacto de la Ley Seca. Pero, a pesar de todo, el funcionamiento democrático no sufrió alteraciones sustanciales.
Trump no ha dejado de ser Trump, pero sí ha planteado a los norteamericanos la propuesta más reaganista desde Reagan. Y ha ganado.
Los estadounidenses mantuvieron en aquella época una estabilidad política completamente distinta a la que sufrimos los europeos. En un ambiente de descontento social y desesperación económica, aparecieron opciones de corte populista —Share Our Wealth—, pero nada llegó a amenazar verdaderamente al sistema de partidos bipartidista.
De hecho, hubo poca alternancia en el poder. Con escasos matices, puede considerarse que la labor de los sucesivos presidentes fue bastante moderada: Harding llegó al poder tras prometer "normalidad", Coolidge fue cualquier cosa menos un radical, Hoover pudo ser demasiado cauto tras la crisis de 1929 y Roosevelt aplicó el intervencionismo para proteger la paz social.
Por lo tanto, en Estados Unidos "El mundo de ayer" no existió. No hay, en aquellas décadas, un precedente histórico válido para analizar a Trump evocando a Zweig. Los europeos haríamos bien en asumir que no es el mundo quien vuelve a los años veinte del siglo XX, sino nuestro mundo.
Puestos a buscar en el pasado, sí que puede encontrarse una referencia más útil a la hora de descifrar la nueva versión del trumpismo. La situación actual de aquella sociedad guarda más similitudes con lo ocurrido en la segunda mitad de los setenta. Reagan llegó al poder en un escenario muy marcado por el malestar económico —inflación, estancamiento económico, desempleo y crisis energética—, con la autoestima nacional bajo mínimos —resaca de Vietnam, corrupción—, una digestión compleja de los cambios culturales —1968 y la ola feminista—, una imagen exterior seriamente debilitada —rehenes en Irán—, un adversario a escala global crecido —invasión soviética de Afganistán en 1979— y un Partido Demócrata fundido —Carter y la debilidad—. No parece un paisaje demasiado distinto del que ha llevado a Trump a la victoria.
¿Sobrevivirá la democracia norteamericana tal y como la hemos conocido?, los pesimistas tienen bien fundados sus motivos
Si somos capaces de trascender la caricatura, que tanto nos reconforta moralmente a los europeos, podremos ver que la propuesta política de Trump en la reciente campaña guarda no pocas semejanzas con la de Reagan en 1980. Apuntemos algunas: todo al nacionalismo —orgullo y soberanía—, aplicación de la lógica del enemigo externo —de Moscú a Beijing—, mano dura contra los delincuentes —con más énfasis trumpista en la inmigración—, críticas agresivas a otros actores políticos —jueces y medios de comunicación—, llamada a la reducción del Estado —menos burócratas, menos políticas sociales y menos impuestos—, incentivos a las industrias energéticas —más explotación de recursos internos—, conservadurismo social —alineación con el cristianismo evangélico—, desdén hacia el multilateralismo y fuerte vínculo con Israel.
Trump no ha dejado de ser Trump, pero sí ha planteado a los norteamericanos la propuesta más reaganista desde Reagan. Y ha ganado. Ha demostrado tener la capacidad de adaptación a una realidad distinta que no han mostrado los demócratas, anquilosados todavía en la reventa del producto formulado por Obama en el mundo anterior al año 2008.
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