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Adolfo, retrato vivo de un trabajador musical

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15.09.2024

El nombre Adolfo Rodríguez quizá no suscite interés para la mayoría de los melómanos. Pero si se añade que así se llama el músico que formó parte de Los Íberos (uno de los mejores grupos españoles en los sesenta) y después de los legendarios CRAG (Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán), rápidamente se comprende que se trata de una figura primordial en el panorama musical español. Ese desconocimiento generalizado puede llegar a su fin tras la publicación de Adolfo, Por el Camino Púrpura (Sílex Ediciones), obra que hace justicia a un extraordinario trabajador de la música que mantiene palpitante su sueño artístico a sus 76 años.

Concha Moya (Madrid, 1971) es la autora de este libro dedicado a un personaje presente en dos bandas convertidas en leyenda con el paso de las décadas, pese a no alcanzar éxito masivo en su momento. Escribe sobre Los Íberos: “No es justo que el legado de aquellos músicos fuera prácticamente borrado de muchas crónicas de la historia del pop español. Ellos fueron auténticos precursores que lucharon contra la desidia del régimen, cuando no animadversión, la falta de industria e infraestructura, en unas condiciones en las que se jugaron la vida recorriendo aquella España de los sesenta, incomunicada y retrógrada”. Muchos cayeron en ese intento, como se narra en las 436 páginas del volumen.

La voz constituye un elemento clave entre los valores de Adolfo. Moya indica que era poseedor, en el punto culminante de su creatividad, de “la mejor voz del pop español en cuanto a intensidad, color y matices”. Pero Los Íberos se quedaron en el umbral del triunfo. En palabras de Teddy Bautista, “fueron un grupo excelente, de voces, que estuvieron a punto de dar el salto”. La autora firma esta autopsia de Los Íberos, con especial acierto al describir el contexto histórico de un momento en que “lo que menos empezó a importar fue la música y lo que más, el dinero. Aquello hizo mucho daño a la industria y dinamitó los intereses y la ilusión de los músicos”. Y añade: “Pero Adolfo no iba a consentir que por haberse convertido en un profesional le quitaran la ilusión por la música”.

Adolfo Rodríguez Bravo nace en Ponferrada, en junio de 1948. En los primeros capítulos, Moya plasma una sobresaliente descripción del devenir cotidiano para una familia procedente del lado perdedor de la Guerra Civil. La escritora se explaya en la geografía infantil y paisajes de barrio, en la Ventilla madrileña. La afición musical de la familia se remonta al abuelo (Félix), que tocaba el laúd, escribía sus ripios y movía el esqueleto. Adolfo aprende pronto a depender de sí mismo, sobre todo cuando la familia compra su primera guitarra a plazos. Son los primeros escarceos del rock, allá por 1958 y 1959, cuando bandas como Los Pájaros Locos salían del nido.

Entre las grandes aportaciones destaca la narración del nacimiento de la música como industria en España, desde las primeras tiendas de instrumentos hasta las matinales del Price, pasando por el embrionario circuito de locales, la asfixiante cultura oficial o la proliferación de bandas en 1966 (cuantificadas en “420 conjuntos”, 84 de ellos en Madrid).

El primer grupo al que se incorpora se llama Los Boing y a los dieciséis años ya transita por “el camino púrpura”. Un tempranísimo viaje a Torremolinos (Málaga) lo cambia todo. La localidad era parada habitual para viajeros rumbo a Marrakesh, Mikonos o Estambul. Concha Moya describe lo que allí se cocía: “Torremolinos fue una puerta de entrada de la música moderna que estaba triunfando en Europa y Estados Unidos y, de alguna manera, en lo musical fue el equivalente español de Hamburgo y Liverpool”. Ese imán para espíritus inquietos atrajo a otros músicos, como Gualberto y Silvio, que llegaron en autostop desde Sevilla. Torremolinos también vivió manifestaciones por la libertad sexual (por el Pasaje Begoña se acumularon cincuenta locales de copas y música en directo, garitos donde alternaron Lennon, Epstein o........

© El Adelantado


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