Oneto personal
En la muerte pensamos todos, con más frecuencia a medida que la edad avanza. Pensamos, más que en ninguna otra, en la nuestra, en la de cada cual; y luego en la de aquellos a quienes queremos, o necesitamos, o de los que dependemos: también todo eso acaba convirtiéndose, cuando corre la vida, en un todo amablemente confuso.
Pero hay gente próxima en cuya muerte no pensamos nunca. Ni una sola vez, por más años que pasen. Simplemente no nos cabe en la cabeza, no se nos ocurriría imaginarlo siquiera. Eso me ha pasado a mí con Pepe Oneto, y no sé por qué. Cuando me lo dijeron pensé una idiotez: “Pero qué me estás contando, ¿cómo se va a morir Pepe?”
Inmediatamente me vinieron a la memoria, todas juntas, imágenes de casi treinta años de amistad, de afecto, muchos de trabajo juntos. Fue el primer periodista de relumbre que se fijó en mí, que leyó lo que iba escribiendo y que un día me llamó a su despacho en el semanario Tiempo: “Luisito, a ver, tú tienes que venirte pacá conmigo”. No fue mi primer director, pero sí el primero que generó en mí un afecto sincero y una completa lealtad. En ambos casos fui correspondido. Lo digo con orgullo.
Aquel gaditano de San Fernando que cada día, al abrir los ojos, lo primero que veía era un dibujo de un gaditano del Puerto de Santa María, Rafael Alberti (a los de la Isla y a los del Puerto les pasa lo mismo que a los de León y a los de Oviedo), tenía un sentido de la lealtad que es poco frecuente en este oficio. Cuando se equivocaba con alguien, cosa que también sucedía, no dudaba en fulminarlo; pero si creía en ti, el oficio de contar cosas para que otros las lean podía volverse maravilloso. Te espantaba el miedo, eso lo primero; y luego deshacía la pereza o la pesadumbre con el estímulo, con una sonrisa que no se acababa nunca, con su ingenio y con un olfato profesional que yo he visto muy pocas veces.
Me enviaba a sitios raros a hacer reportajes. A Siberia, por ejemplo, en un viaje........
© Vozpópuli
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