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China: ¿hacia dónde va la revolución?

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13.11.2024

La Revolución China produjo un cambio fenomenal en la dinámica social de ese legendario país, cuna de una de las civilizaciones más antiguas de la humanidad. Como caracterización objetiva dada por un estudio serio hecho por una instancia del capitalismo, famosa por la calidad de sus productos, la Editorial Salvat, originalmente española, hoy adquirida por el grupo francés Hachette-Matra, puede leerse en su respetada Enciclopedia (2017, pp. 3108-3109):

Hasta 1949 [año de la revolución] China fue un país atrasado: el problema alimentario no estaba resuelto, y las epidemias (cólera, peste, paludismo, etc.), eran muy frecuentes. El 75% de las tierras estaba en manos de una oligarquía de grandes terratenientes, no existían comunicaciones modernas y la subordinación al capital extranjero era absoluta. La base de la economía consistía en una agricultura arcaica, totalmente insuficiente para cubrir las necesidades alimenticias mínimas de la población. Esa era la causa de las frecuentes epidemias y de un malestar que, a veces, se traducía en estallidos revolucionarios. Según cálculos de la ONU, la renta per cápita era 5% de la de Francia y la mitad de la de la India. La industria concentrada en las grandes ciudades, pesaba muy poco en el conjunto nacional. En las fábricas, en 1941, la jornada laboral era de 12 horas y el trabajo de las mujeres y niños legal.

La Larga Marcha, entre 1934 y 1935, que terminaría años después con el triunfo revolucionario de los comunistas chinos apoyados por una amplísima base social, con la conducción de Mao Tse Tung, abrió una perspectiva nueva en el gigante asiático, mostrando que, luego de Rusia, la revolución socialista sí era posible. Un país de enormes dimensiones, con la población más grande de todo el mundo, igual que la de la Rusia zarista 28 años antes, dejaba atrás el capitalismo y el atraso para comenzar a construir una alternativa superadora.

El país ‒parte del mercado capitalista global, pero sumamente atrasado en esa lógica‒ tenía características más cercanas al feudalismo que a una nación capitalista moderna, con desarrollados procesos industriales. Un campesinado históricamente empobrecido en condiciones de magra subsistencia constituía la amplia mayoría de la población, nunca libre de hambrunas, condenada al analfabetismo y la ignorancia milenaria, cargada de prejuicios y temores. Todo eso empezó a cambiar, y la Revolución de 1949 abrió una nueva sociedad.

Transformar una sociedad como la China en búsqueda de un horizonte socialista, considerando que existía allí una milenaria cultura donde no se podía mirar a los ojos al emperador ‒eso puede funcionar como ejemplificadora metáfora de cómo funcionaban las relaciones interhumanas‒, representaba una tarea ardua, titánica. Sin dudas, no falta de tropiezos, o si se quiere, de enormes tropiezos, tal como fue la Revolución Cultural ‒proceso que causó más daños que beneficios‒, todo lo cual no impidió que, en unos años luego de 1979, se comenzaran a percibir beneficios para las grandes mayorías populares.

Es mejor ser pobres bajo el socialismo que ricos bajo el capitalismo”, había sentenciado Mao Tse Tung durante la Revolución Cultural. Sin dudas, la revolución triunfante de mediados de siglo, si bien había comenzado a obtener logros en el campo social, no pudo modificar la situación económica estructural de base: la pobreza rural crónica, incluso las hambrunas, subsistían. Para 1976, año de la muerte de Mao, China era aún un país muy pobre, atrasado tecnológicamente, con una economía básicamente agraria, y con el 80 % de su población bajo la línea de pobreza, sobreviviendo con una precaria economía de mantenimiento (arroz y papa eran los principales nutrientes).

En el año 1978 asume la dirección nacional Deng Xiaoping quien, sin renunciar a los principios del socialismo, comenzó a introducir importantes reformas en el ámbito económico: aparición de mecanismos de libre mercado, también de empresas privadas extranjeras y acumulación capitalista, con el surgimiento posterior de una clase empresarial nacional con innumerables multimillonarios. “Ser rico es glorioso”, pudo decir Deng años más tarde. Era proverbial su pragmatismo: “No importa si el gato es blanco o negro; lo importante es que cace ratones.” Años después, con el mantenimiento de ese enorme programa de transformaciones económicas, la China cambió profundamente.

Las reformas se han mantenido y profundizado, pero el espíritu socialista, al menos declarado por su dirigencia, no varió. El Partido Comunista Chino, el más grande del planeta, con 90 millones de miembros, sigue conduciendo el país con, aparentemente, un norte bien claro. De hecho, ya hay trazados planes para el siglo XXII, cosa que, seguramente, solo una cultura milenaria como la china ‒5.000 años de historia‒ puede hacer, donde el tiempo se mide en ciclos inconmensurables (“¿Qué opina de la Revolución Francesa de 1789?”, dicen que le preguntaron a Lin Piao, dirigente maoísta. “Es muy prematuro para opinar todavía”).

Según datos del Banco Mundial, para nada sospechoso de posiciones socialistas, entre 1980 y 2010, la tasa de pobreza (ajustada a inflación y poder de compra) se redujo del 80% al 10%, una caída sin precedentes en la historia. Esto significa que 500 millones de personas salieron de la pobreza histórica, fundamentalmente en áreas rurales, dándose poderosos movimientos de urbanización e industrialización acelerados. Entre 1990 y 2014, el PIB per cápita creció un 730%, mientras el PIB mundial aumentaba solo un 63%. Esto redujo notablemente las diferencias entre China y el resto de países del globo. En 1990, el PIB chino era un 83% más bajo que el PIB mundial (con un ingreso per capita promedio de 1500 dólares anuales frente a 8800 dólares), pero en 2014 este diferencial negativo se había reducido al 13 % (12.600 dólares frente a 14.400 dólares). La economía china hoy día está vigorosa como ninguna, y sigue creciendo, no al ritmo vertiginoso de años atrás (10% anual), pero sí igualmente en forma muy abultada (6% interanual). De hecho, hoy los cuatro bancos más grandes del mundo son chinos: Industrial and Commercial Bank of China, China Construction Bank, Agricultural Bank of China y Bank of China, tres de ellos de propiedad estatal.

La Organización de Naciones Unidas ‒ONU‒, a través de su secretario general, António Guterres, reconoció los fabulosos logros chinos en cuanto a la reducción/eliminación de la pobreza, elogiando los caminos seguidos, haciendo ver que los mismos podrían utilizarse en otras latitudes para ayudar a terminar con ese flagelo: “No debemos olvidar que China ha sido la que más ha contribuido durante la última década en la lucha contra la pobreza”, agregando que “a la luz del frágil ambiente internacional, trabajar por el desarrollo es un importante canal para prevenir los conflictos”, afirmó, además, que la República Popular China resolvió el problema alimentario a más de 1.300 millones de personas, es decir, una reducción del hambre para más del 70% de la población mundial.

Está claro, aunque el funcionario no lo haya expresado exactamente en esos términos, que fue un planteo socialista, socialismo de mercado, si se quiere, pero socialismo al fin, el que permitió esta transformación. Ningún país capitalista, enfrascado en esa mentira bien planificada que es la democracia burguesa-representativa, ha podido lograr algo así. Valen palabras de Luis Méndez Asensio al analizar estas falacias:

El ejemplo chino nos incita a una de las preguntas clave de nuestro tiempo: ¿es la democracia sinónimo de desarrollo? Mucho me temo que la respuesta habrá que encontrarla en otra galaxia. Porque lo que reflejan los números macroeconómicos, a los que son tan adictos los neoliberales, es que el gigante asiático ha conseguido abatir los parámetros de pobreza sin recurrir a las urnas, sin hacer gala de las libertades, sin amnistiar al prójimo.

Ese descomunal crecimiento económico de la República Popular China plantea interrogantes al ideario socialista.........

© Rebelión


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