El lugar más secreto de un arquitecto es, con frecuencia, el que esconde el nombre de su maestro, pero yo no deseo callar el nombre del mío porque, a pesar de la considerable distancia generacional, Raúl Aguilar (1940-2021) no sólo fue mi profesor, sino también un gran amigo.

En mi primer año de universidad, ajeno a su reputación de individuo solitario y gruñón, lo llamé por teléfono, lo tuteé (¡!) y le anuncié que lo visitaría en su casa a la hora del té. Tal vez porque lo tomé desprevenido, o quizás porque valoró mi audacia, el arquitecto, extrañamente, accedió. Nos sentamos en su cocina y me escudriñó con su mirada aguda, mordiéndose la punta de la lengua como lo hacía cada vez que algo le resultaba gracioso. Yo estaba en silencio, observando con interés aquella vivienda bioclimática que me cobijaba, delimitada por hermosos muros de ladrillo visto, abundante luz y vegetación y con un tronco de algarrobo que sostenía las escaleras.

Rompí el hielo con astucia: le mencioné que yo también era simpatizante de River Plate y, aunque un tema no condijera con el otro, le manifesté mi aversión a los cuarteles y esos sujetos rústicos de botas altas y maneras primitivas que de tiempo en tiempo atentan contra la democracia y la libertad. A partir de entonces construimos una amistad sólida, donde encontramos el uno en el otro un interlocutor, un coterráneo, un cómplice y, en mi beneficio, un confiable campo de pruebas, un horizonte amplio donde convivían la disciplina y la sensibilidad.

Por puro azar, tuve el privilegio de ser su alumno de taller, urbanismo y paisajismo, durante prácticamente toda mi carrera, en un principio en Univalle y gran parte en la UPB. Por lo tanto, escuché varias veces la frase irónica que solía disparar a los jóvenes “jailones” de la universidad privada. Molesto porque no habíamos ido nunca a Tarata ni apreciado su estructura urbana y sus bellas construcciones del periodo colonial y republicano, afirmaba, con tono socarrón: “Sin embargo, ustedes saben perfectamente cuáles son los mejores malls de Miami”.

Detrás de los comentarios sarcásticos y la indisimulable impaciencia hacia alumnos, profesores e incluso jefes de carrera, había un docente totalmente comprometido con los alumnos que demostraban esfuerzo, y dispuesto a practicar con ellos una enorme generosidad que no medía tiempos ni delimitaba espacios. Recuerdo con gratitud que él y la arquitecta Zuleica Marcus me invitaron, junto a otros pocos estudiantes, a participar en el concurso nacional para la elaboración del Plan maestro de la colina de San Sebastián, certamen que ganamos el año 2009 y que la Alcaldía, para variar, no ejecutó.

Asimismo, le agradezco profundamente que me haya permitido ser su ayudante en el último semestre en que ejerció la docencia, en 2019. A pesar de sus problemas de salud, no perdió nunca su impronta de arquitecto total: un artista que, a través de su obra y sus enseñanzas, transmitía una posición filosófica respecto de la vida. Cada trazo que daba estaba cargado de ética, cada diseño de su creación estaba sostenido por una estructura moral, bajo el principio de que un buen proyecto está determinado por la sensibilidad de su autor, pero también por su voluntad de realizar un urbanismo y un paisajismo sostenible, responsable con el medio ambiente, con el entorno y con la gente.

La mera presencia de ciertos personajes influyentes, y más aún su frecuentación, nos deja plantada una exigencia que continúa más allá de su muerte. Aún hoy, cuando diseño, me pregunto qué diría él de éste detalle o de aquel, o qué broma ácida me lanzaría esta vez sobre mi condición de joven ilustrado, pero, según su parecer, inevitablemente elitista.

A tres años de su fallecimiento, me alegra poder escribir estas líneas para un maestro que, parafraseando la definición de amistad que formularon los celtas hace más de mil años, creaba un espacio seguro para que te quitaras la máscara y abrazaba y moldeaba la versión más cruda, tosca y vulnerable de ti.

El autor es arquitecto en Atelier Puro Humo

QOSHE - Raúl Aguilar, la ética en el trazo - Dennis Lema Andrade
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Raúl Aguilar, la ética en el trazo

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06.03.2024

El lugar más secreto de un arquitecto es, con frecuencia, el que esconde el nombre de su maestro, pero yo no deseo callar el nombre del mío porque, a pesar de la considerable distancia generacional, Raúl Aguilar (1940-2021) no sólo fue mi profesor, sino también un gran amigo.

En mi primer año de universidad, ajeno a su reputación de individuo solitario y gruñón, lo llamé por teléfono, lo tuteé (¡!) y le anuncié que lo visitaría en su casa a la hora del té. Tal vez porque lo tomé desprevenido, o quizás porque valoró mi audacia, el arquitecto, extrañamente, accedió. Nos sentamos en su cocina y me escudriñó con su mirada aguda, mordiéndose la punta de la lengua como lo hacía cada vez que algo le resultaba gracioso. Yo estaba en silencio, observando con interés aquella vivienda bioclimática que me cobijaba, delimitada por hermosos muros de ladrillo visto, abundante luz y vegetación y con un tronco de algarrobo que sostenía las escaleras.

Rompí el hielo con astucia: le mencioné que yo también........

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