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El invierno del patriarca.

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Estas esperadas y prolijas memorias de Gabriel García Márquez son sólo el primero de los que serán, se rumorea, dos tomos. Vivir para contarla abarca desde su nacimiento hasta el primer viaje a Europa, en 1955, cuando tenía 27 años de edad; es decir, antes de convertirse en escritor famoso, fabulosamente rico y amigo íntimo de jefes de Estado. Si García Márquez narra los próximos 47 años de su vida con igual parsimonia y lujo de detalles, podrían resultar al menos tres volúmenes, porque lo que falta es lo más importante. Este farragoso librazo, que abruma con trivialidades, chismes de familia e historietas de trasnochados, no hace sino dejarnos con ganas de saber más, aunque hay mucho material valioso para el especialista y los que aspiran a dar con el secreto de una gran obra en las minucias de la vida de su autor. Como no me ruboriza declararme culpable de ambas cosas, logré terminar el libro sin saltarme las no pocas páginas que, para recordar lo que dijo Borges de Proust, son tan tediosas como la vida misma. Pero me temo que el lector común va a quedar defraudado, aun aquellos que como yo somos devotos confesos de la obra narrativa de García Márquez.
     A los que nos fascina la relación entre vida y obra por lo que pueda revelar sobre la génesis de esta última nos conviene tener en cuenta que lo que García Márquez recuerda aquí está ya filtrado por las novelas que escribió. El relato de la vida está contaminado por las novelas, al revés de la relación de causa y efecto que podríamos esperar inocentemente. Como hace Borges con las influencias en “Kafka y sus precursores”, Cien años de soledad es la clave de Vivir para contarla, no a la inversa. La relación “al derecho”, la supuesta de la vida sobre la obra, sería una reconstrucción revisionista tanto por parte de García Márquez como de nosotros. En otras palabras, estas memorias aportan muchas pistas dispersas sobre la obra, pero habrá que leerlas a veces contra las ficciones de García Márquez, no como guía para la interpretación de éstas. En todo caso, como Vivir para contarla narra la niñez y adolescencia del autor en Aracataca y otras ciudades del interior de Colombia, en el seno de su numerosa familia, el material es sobre todo pertinente para Cien años de soledad. Pero, mientras que en la novela todo está sometido al imperativo de la forma —del argumento, del tiempo, de la rigurosa genealogía— y los detalles, como los objetos de metal persiguiendo los lingotes imantados de Melquíades, se organizan y arrastran al lector con ellos, en Vivir para contarla no ocurre así. Los pormenores se amontonan inertes, como en el costumbrismo, que es lo que las páginas sobre la Colombia provinciana recuerdan, centrados por un personaje que no les da vida porque carece de interioridad, reflexión e ironía, y porque su vida es relativamente ordinaria. La ficción de García Márquez es épica y trágica: los personajes actúan impelidos por fuerzas superiores a ellos, algunas veces morales,........

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