El hijo pródigo
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Primero, lo indiscutible: Daniel Lezama es, aquí y ahora, uno de los pintores más talentosos que hay. Antes figuraba también entre los mejores: había logrado combinar el rigor del oficio con un sentido, brutal, de urgencia. Su pintura, sin embargo, se ha debilitado, y deprisa, me temo; lo que vemos en el Museo de la Ciudad (que ha reunido, por primera vez, una nutrida muestra de su trabajo) son diez años de labor que podrían, en cierto sentido, ser uno, el mismo: la obra de Lezama parece haberse contentado con fundarse a sí misma; no se la ve con muchas ganas de ir más allá de ese instante de gracia (o de peligro, si se quiere). Algo queda de su fuerza original, claro (hay que ver lo que provoca en los adolescentes que asisten a la muestra), pero es más una idea que verdadero filo. Y, no, esto no tiene que ver con la insistencia de pintar como se pintaba hace siglos, con su clasicidad, como le han llamado; ese nunca ha sido el problema. Al contrario, unos años atrás las elecciones de Lezama (empezando por la pintura misma) parecían la demostración (después de Duchamp) de que cualquier cosa puede ser arte, incluido el arte........





















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