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Biografías: Marcel Proust

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12.04.2024

¿Hay que elegir? ¿El arte plantea esta exigencia entre sus atributos? ¿Debemos decidir si es más importante Dante que Shakespeare? O entre los géneros, ¿si el teatro puede decir más o es una forma más apropiada que la novela? ¿Qué es la obra de Homero, poesía o narración? La experiencia nos dice que sin ser católicos podemos gozar intensamente con Dante y sin ser agnósticos perdernos en la densa selva de Shakespeare.
Racine o Lope de Vega son capaces de conmovernos tanto como Dostoievski. En Homero la poesía y la narración resultan lo mismo. Y así sucesivamente. Podemos concluir afirmando que la gran ventaja de la literatura es que no nos plantea la necesidad de elección. Anula hasta el punto de vista histórico. Troya pudo haber o no haber existido, está viva en las palabras de Homero, lo que es más, las palabras le dan vida hasta al mismo Homero. Pero un problema distinto se plantea cuando leemos biografías de novelistas, para hablar de un caso concreto. Es evidente que sin las novelas no existiría la posibilidad de las biografías. Este es el tema de mis difíciles pensamientos durante los últimos meses, en los que, unidas a mis ocasionales lecturas de antaño, he leído biografías de novelistas.
Ahora, sobre mi enorme mesa de trabajo, con múltiples puntos de apoyo creados por los más diferentes objetos siempre amados, en tanto objetos y colocados sobre ella, me rodean biografías de las cuales las portadas son fotografías de los escritores cuya vida se narra. Las obras de estos escritores ya eran una parte importante de mi experiencia, es natural que sintiese la curiosidad necesaria para leer sus biografías, aunque, como sus obras, los resultados me han saciado o hecho sentir insatisfecho en diferente medida. Verdad es que en el terreno de la ficción prefiero a los narradores por la naturaleza de sus argumentos y el carácter de su prosa, y en el de la biografía me son siempre más interesantes las costumbres que los separan de lo establecido. Satisfago la curiosidad del lector —si es que tiene alguna— diciendo sus nombres y describiendo sus fotografías tal como aparecen en las portadas de los libros. Marcel Proust, Thomas Mann, James Joyce, William Faulkner, Vladimir Nabokov, Samuel Beckett, Albert Camus, Truman Capote. Ni están todos los que son, ni son todos los que están. Abarcar el absoluto es imposible, como bien lo demuestran Robert Musil con el carácter inconcluso de El hombre sin cualidades y la ausencia de la biografía de este escritor.
En la portada de los dos nutridos volúmenes de la biografía de Proust por George D. Painter, aparece la misma fotografía, con el punto muy abierto, de una parte de la cara del autor de En busca del tiempo perdido. Aborrezco esta fotografía por la manera en que está tratada. La férrea voluntad de Proust, la que lo llevó según George Bataille a escribir el único relato de nuestro tiempo digno de Las mil y una noches y la que con tanta claridad se muestra en las dos fotografías de Man Ray de Proust muerto, cuando ya se ha salido del tiempo y no es más que una digna y sobrecogedora apariencia, no surge en ningún momento en esa imagen. Puede aducirse que el rostro de Proust no era especialmente varonil, pero reproducido así se acentúa su carácter afeminado. Se nos muestra especialmente débil, con ojos no melancólicos ni tristes, sino incapaces de mirar profundamente, con cejas como si estuvieran burdamente depiladas, un pequeño bigote casi cursi sobre una boca carnosa, pequeña y que da la impresión de estar pintada. En una palabra, es desagradable. No es el rostro de un gran escritor, homosexual además, sino el de un ser débil, elaboradamente frágil e incapaz de una entrega como la que sabemos por su obra que Proust tenía. La de Thomas Mann en la portada de su biografía por Ronald Hayman es también repulsiva pero por motivos opuestos. En ella todo es adusto en un sentido peyorativo. Si el dueño de esa cara es capaz de algo, no sabemos de qué pueda ser, pero no es nada positivo sino más bien cruel. Mann, tan bello en sus fotografías de joven, tan distinguido en su edad madura, tan buscadamente respetable y consciente del valor de su tarea después, se nos entrega aquí como un ser más que nada despiadado. Los ojos no se dignan mirarnos y definen todo lo demás. La boca firmemente cerrada, las cejas y hasta el bigote con algo voluntarioso en el mal sentido de la palabra, el pelo muy corto, los pliegues naturales en todo rostro acentuados para hacer aún más cruel el conjunto, el giro de la cabeza destinado a enfrentar a la cámara subraya una actitud retadora ante el mundo más por la combinación de datos negativos que por el señalamiento de alguna imprecisa voluntad transformada en inseguridad. Un rostro duro en cada uno de sus aspectos y que lo califica desfavorablemente. Nada hay agradable en él. ¿Cuál puede ser la obra de alguien así? Si no la conociéramos nada en esta fotografía nos induciría a hacerlo y mucho menos a leer su biografía. En cambio, la de James Joyce en el libro de Richard Ellmann resulta grata hasta en su carácter alegre y desaprensivo. No mencionemos de inmediato la famosa distinción de esa figura. Detengámonos en su carácter: es deliciosamente ingenuo y prodigiosamente sabio; tiene algo muy provinciano y algo muy universal. Así son la vida y la obra de Joyce. No se debe olvidar el nacimiento del escritor en Dublín y su inevitable fidelidad literaria a esa ciudad, tampoco su convicción de tener todos los derechos otorgados por su condición de artista. James Joyce es joven en esta fotografía y tiene el atractivo natural de su edad y la certidumbre........

© Letras Libres


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