menu_open Columnists
We use cookies to provide some features and experiences in QOSHE

More information  .  Close

Las guerras que Beirut no cuenta

3 0
17.12.2025

Nombre de usuario o dirección de correo

Contraseña

Recuérdame

El 6 de junio comenzó el Eid al-Adha, una de las festividades más importantes del calendario islámico. Esa misma noche, ocho edificios fueron alcanzados por bombas en Dahiye, un suburbio chiita al sur de Beirut. Yo estaba a apenas cuatro kilómetros de distancia, en un barrio llamado Achrafieh, cantando karaoke, cuando comenzaron a llegar los mensajes de mi familia: “No vayas a pasar por Dahiye, están bombardeando.”

El restaurante estaba rodeado de ventanales. Los miraba esperando alguna reacción: que vibraran, que se cuartearan, que estallaran en pedazos. Nada ocurrió. Salí en busca de una señal: humo, caos vial, fuego… pero la noche permanecía inmóvil, como si Beirut supiera guardar sus heridas detrás de una fachada intacta.

–No pasa nada, aquí somos un barrio católico –me dijeron dos asistentes con margarita en mano, mientras cantaban “Mourir sur scène”, la icónica canción de Dalida.

El contraste era brutal: en el sur, familias evacuaban con lo poco que podían cargar; a unos kilómetros, el pop francés llenaba un restaurante iluminado con luces azules neón.

–¿No vamos a parar la música? –pregunté.

–Querida, si tuviéramos que parar la música cada vez que ocurre algo en Líbano, este país viviría en silencio –me contestaron.

Mientras la vida seguía con gozo en el karaoke, escribí a mis amigas que viven cerca de la zona bombardeada:

–No te preocupes, no van a bombardear mi edificio. Estamos lejos –me dijo Zahraa.

–Seguramente escucharemos algo, pero todo tranquilo. En mi calle no habrá bombardeos –me aseguró Malak.

El ejército israelí suele lanzar “bombas de advertencia” antes de atacar. La lógica es simple: una hora basta para evacuar a las personas, pero no para mover misiles. El objetivo declarado es la infraestructura de Hezbolá, no la gente. Pero los daños materiales, emocionales y simbólicos se acumulan, sobre todo en medio de una festividad religiosa.

Mientras tanto, los titulares internacionales gritaban: “Bombardeos en el sur de Beirut”. En mi teléfono se multiplicaban los mensajes: “¿Estás bien?”, “¿Dónde estás?”, “¿Saliste de la ciudad?”, “¡Regresa a México ahora!” Yo seguía allí, a cuatro kilómetros, escuchando gente cantando.

Líbano, en su diminuta geografía de 10,452 kilómetros cuadrados, es un país saturado de complejidades. Con seis millones de habitantes, de los cuales casi dos son refugiados sirios y palestinos, conviven dieciocho confesiones religiosas (maronitas, ortodoxos, musulmanes sunitas y chiitas, drusos…) bajo un sistema parlamentario confesional único en el mundo, que reparte cargos según cuotas religiosas.

En el centro de Beirut, la mezquita Mohammad Al-Amin y la catedral maronita de San Jorge se levantan lado a lado como recordatorio de esa proximidad. Pero la cercanía física no implica armonía: la historia del país es también la historia de sus fracturas.

¿Por qué unos brindan y escuchan pop francés a la par que otros escuchan bombardeos a dos calles de distancia? La Guerra Civil libanesa (1975-1990) sigue siendo la herida abierta que lo marca todo hasta la fecha. Incluso quienes nacieron décadas después del conflicto cargan con ese peso. El saldo fue devastador: 144,000 muertos, 17,000 desaparecidos y más de 750,000........

© Letras Libres