Discordia en las ondas. Historia de un linchamiento y un despido
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Ni mes y medio duré. Seis viernes. Me llamaron el pasado jueves 30 de octubre y al día siguiente ya estaba en antena. Rosa María Molló, la directora y presentadora de 24 horas en Radio Nacional de España, me explicó por teléfono que había quedado vacante una silla en su “Tertulia humanista” y que, después de intentarlo sin éxito con Diego S. Garrocho, había pensado en mí. Lo que más le había convencido era mi sentido del humor. Yo ya le advertí que no estaba alineado con algunos de los dogmas en boga y que mis opiniones a veces remaban a contracorriente. Buscaban animar un poco la tertulia con algo de discrepancia, ¡no había problema alguno! Lo único que a Rosa le chirriaba de mi biografía era el tema de las drogas. Como director de la revista Cáñamo, defiendo públicamente el fin de la prohibición y soy partidario de un uso razonable de las drogas, le dije. Aunque añadí, para su tranquilidad, que estaba harto de hablar de ese asunto. Quedamos entonces en que yo no sacaría el tema, pero que si salía podría dar mi opinión con total libertad.
Dedico mi jornada laboral a recordar que las drogas no están prohibidas porque sean malas, sino que son malas porque están prohibidas. Así que para mí era un descanso dedicarme a otras cosas. La posibilidad de participar en una lectura reflexiva de la realidad me parecía un buen plan para los viernes por la noche. La tertulia estaba formada por Noor Ammar Lamarty, presentada como “jurista, escritora y experta en derechos humanos y feminismo”, y por Germán Cano, profesor de Filosofía en la Complutense, un viejo conocido por el que siento gran afecto.
La tertulia humanista no era un debate al uso, según explicaba Rosa al comienzo. La misión de cada contertulio era resumir la semana en una palabra a partir de la cual derivar. Por turnos cada uno iba revelando su palabra y explicando por qué la había elegido, después de lo cual, el resto daba su opinión brevemente. Por la mañana le escribíamos un wasap a Rosa con la palabra elegida y una recomendación cultural para el final del programa. La primera vez yo elegí la palabra “monja”, pero como pisaba el mismo terreno místico que la elegida por Germán, Rosa me pidió que la cambiara, así que opté por la palabra “gracias”. “Hemos puesto tanto el acento en el agravio, en la condición de víctimas, como fórmula de la identidad contemporánea, que nos definimos antes por las carencias que por la abundancia que vivimos, así que creo que es un ejercicio interesante darle las gracias a todo: a Marconi y a Edison por inventar la radio…”, así expliqué mi palabra de la semana. Aunque, en contestación a Germán, y bajo el influjo manifiesto de la portada del disco de Rosalía, acabé hablando también del regreso estetizante de la figura de la monja como un reflejo de la falta de entendimiento sexual entre hombres y mujeres. Como ese día era 31 de octubre, víspera del día de los muertos, propuse a los oyentes la tarea de que cada uno confeccionara la lista con las canciones para su funeral.
Todo el mundo se quedó encantado con mi estreno. Rosa y una directiva de la radio que se acercó a felicitarnos estaban de acuerdo en que mi participación aportaba a la tertulia el ingrediente que faltaba.
Secreto, café y corrupción
La semana siguiente, en pleno juicio al fiscal general, mi palabra fue “secreto” y diserté acerca de su relación con el poder, sin olvidar que comparte etimología con “secreción”, lo que me permitió aludir a los líos de alcoba del rey emérito y las sobremesas del señor Mazón, para terminar defendiendo el derecho al secreto personal como garantía de respeto a uno mismo y al misterio del otro. Mi recomendación cultural esa noche fue no escuchar el último disco de Rosalía, que acababa de salir: “¡No se rindan a los mandatos de la novedad, seamos anacrónicos!”
Por esos días firmé el contrato para toda la temporada y en casa comenzaron a llamarme Tertulio. Me empezaba a gustar aquel compromiso semanal que me obligaba a leer con más atención la prensa, buscando el hueco noticioso por donde colar mis cavilaciones.
La tercera semana no encontré por donde colarme y elegí como palabra el “café”, siempre tan de actualidad que se nos olvida su presencia. Hablé de cómo la cafeína, la droga más consumida en el mundo, hizo posible la Revolución Industrial y el Siglo de las Luces, y de cómo, gracias a esa sustancia psicoactiva estimulante, funciona hoy el mundo, provocando en sus consumidores, eso sí, problemas de insomnio. “El café de hoy sirve para compensar el sueño que nos produce el café de ayer”, dije citando el ensayo de Michael Pollan incluido en su libro Tu mente bajo los efectos de las plantas. Mi recomendación cultural fue otro libro, el de Los ilusionistas, de Marcos Giralt Torrente, para el que pedí el Premio Nacional de Narrativa.
Al término del programa, en el taxi de vuelta, Rosa nos pidió a Noor y a mí que las palabras que eligiéramos tuvieran en adelante más relación con la actualidad noticiosa. Noor había elegido “vínculo” y se había extendido sobre la importancia de la amistad, y era verdad que, aunque yo había identificado la cafeína como la gasolina del sistema y esa misma semana, como las anteriores y las siguientes, el 90% de la población mundial la habría consumido, nada digno de ser noticia había pasado al respecto.
Si soy sincero, en parte elegí el café como una forma de burlar el acuerdo de no hablar de drogas ilegales. Cada uno tiene sus motivaciones a la hora de abrir la boca, a mí me gusta tratar de aquellos temas espinosos en los que se cruzan las tensiones propias del momento histórico. ¿Qué otra cosa mejor que hablar en la radio pública de aquello que nos inquieta? Y había otra razón añadida que tiene que ver con la obsolescencia en estos tiempos de cambios vertiginosos. Cuando llega la noche del viernes, ya se ha dicho todo sobre los grandes y pequeños eventos de la semana y hablar de algo que haya sucedido el martes o el miércoles es un viaje al pasado condenado a la repetición.
El viernes siguiente mi palabra fue “corrupción” y justifiqué mi elección haciendo un listado rápido que empezaba en Ábalos y Santos Cerdán, seguía con el rey emérito y el novio de Ayuso y concluía con el uso partidista de la Justicia, tanto referido al Tribunal Supremo, que había condenado por la filtración al fiscal general –en apresurado fallo sin sentencia, para evitar ¡filtraciones! de los jueces a la prensa–, como al mismo fiscal general, cuyo apego al Gobierno comprometió su independencia desde su nombramiento. Puede parecer una perogrullada, pero, dentro del espectro mediático progresista, pocas voces incluían al fiscal general como parte del uso partidista de las instituciones de Justicia. Con todo, esa lista de corrupciones sirvió de preámbulo a lo que me interesaba, que era reflexionar acerca de la corrupción no como casos aislados sino como un comportamiento habitual en nuestro país, bien por acción o por omisión. Y aquí me sirvió Alejandro Nieto, el catedrático de derecho administrativo que mejor estudió el fenómeno, y de quien cité el comienzo de su ensayo Corrupción en la España democrática (1997): “La corrupción acompaña al poder como la sombra al cuerpo”. Mi recomendación ese día fue otro libro, la excelente novela Cada día es del ladrón, de Teju Cole, donde se muestra Nigeria como un país hundido en la corrupción moral y política.
Discordia
La mañana del 28 de noviembre le envié varios wasaps a Rosa, el más importante para esta historia decía así: “La palabra que he seleccionado para resumir esta semana es ‘discordia’. Hablaré de la dificultad entre hombres y mujeres de entendernos, comentando la reciente publicación del libro Esto no existe de Juan Soto Ivars, sobre las denuncias falsas en violencia de........





















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