¿Alguien quiere pensar en los niños?
A comienzos de mes, la Unión de Colegios Internacionales (Uncoli) anunció que los 27 colegios de la asociación restringirán el uso de celulares, tabletas y relojes inteligentes durante la jornada escolar: “Creemos firmemente en la importancia de ofrecer a nuestros estudiantes un descanso de los dispositivos digitales, proporcionándoles la oportunidad de vivir al menos 8 horas al día libres de las influencias negativas de estos aparatos”.
El reloj inteligente de mis tiempos de colegio era una calculadora diminuta, y computadores solo había en la clase de sistemas de Patricia –donde nos enseñaban a programar en lenguaje DOS–. El primer aparato móvil que tuve, hace casi tres décadas, fue un bíper Motorola. Tenía 15 años y sentía que surfeaba la ola del futuro.
Recibía mensajes predecibles de mis papás –”repórtate”, “te esperamos para comer”, “suerte en el examen”–; alguna propuesta de plan de mis amigos y una que otra escaramuza epistolar de una chica o de una breve novia. Que esto último sucediera durante las horas que pasaba en el colegio –una experiencia carcelaria ilustrada exclusiva para hombres– rompía los planos del tiempo y el espacio. Me sudaban las manos y me sentía exultante.
Recibir mensajes que se leían mientras el texto se desplazaba en una cajita negra era tan emocionante como mandarlos. Así que, en mis momentos más avezados, entregaba el bíper para que ella me leyera a mí. En recreo o durante un cambio de clase, corría al teléfono público de la entrada del colegio para despacharme en poesía dictando un texto pensado hasta la última sílaba.
La vergüenza de abrirle mi corazón a la operadora del servicio se superaba rápido, y la práctica funcionaba tanto para el enamoramiento automático de entonces como para la tusa que le seguía. Nada que no se pudiera ahogar con una estrofa de Los Diablitos entonada por el gran Ómar Geles –recientemente fallecido–. Si este deporte extremo me ponía nervioso, no imagino el efecto en mi psiquis juvenil de haber existido los chulos azules del Whatsapp sin respuesta o el “escribiendo…” interrumpido en medio de algún drama. Tal vez el casete de Geles me habría rescatado: “Hoy te alejas y me toca vivir / la experiencia mas amarga quizás”.
Por la misma vía de los colegios Uncoli, la Secretaría de Educación de Bogotá habló hace unos días de lineamientos para el uso de celulares en colegios públicos de la ciudad. Siguiendo el camino de otros países, algunas instituciones vienen experimentando por su propia cuenta. Por su parte, el viceministro de Educación, Óscar Sánchez, recordó que “normativamente, antes de los 14 años no debemos darle, de manera permanente, un teléfono celular a un niño o a una niña”. Añadió que si bien en algunos colegios tiene sentido la medida, en escuelas rurales el celular puede ser la única oportunidad de conectividad.
Después del bíper tuve un Nokia 2160. En realidad, la panela era de mi papá, pero la usufructué como propia. Menos aerodinámico que mi cajita negra y aún sin la promesa de masificar la palabra escrita –en la que siempre cifré mis esperanzas en el mercado de los sentimientos–, este celular me parecía una máquina extraterrestre. Recuerdo observar anonadado la contundencia del diseño: los pixeles que marcaban la señal, la........
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