Don Quijote, cuando todavía era Alonso Quijano, había tenido un galgo corredor. Entre las señales distintivas de su nobleza estaban las armas de sus antepasados y ese gusto, entre aristocrático y guerrero, por la caza. El galgo debió de acompañar a su amo en bastantes correrías hasta que la monomaníaca obsesión por los libros de caballería acabó recluyendo al hidalgo entre los límites de su biblioteca. Aunque la tradición atribuye a los cazadores prodigiosos encuentros con seres de leyenda, don Alonso no tuvo ninguno, que se conozca, y su admirable vida de combates y locuras solo empezó cuando bien hubo dejado atrás su casa y su perro.

El perro pertenece al hogar y lo defiende. Es el animal que encarna, dentro de los muros familiares, el amor al fuego, el sueño tranquilo y pacífico, el cariño hacia los señores de la casa. El animal, a fuerza de incondicional, bien puede llegar a ser salvajemente violento frente a los extraños. Don Quijote jamás volverá a tener cerca otro perro. Una noche, yendo hacia el Toboso con la intención de averiguar el paradero del alcázar o del palacio, en que viviera Dulcinea, sin una luz que lo guiara, acabó dándose de bruces con la mole pétrea de la iglesia, y lo único que pudieron escuchar, caballero y escudero, fueron los ladridos de los perros a la luz de la luna, que olisqueaban la presencia sospechosa de sus dos figuras.

Los quejidos de estos animales a horas intempestivas solo podían anunciar malos agüeros, que la tragedia de don Quijote confirma en las postrimerías de su historia, cuando, vuelto ya al hogar y obligado a abandonar la caballería andante, entra en su aldea sin encontrar la menor huella de su amada. Por el contrario, sí que ve a muchos galgos perseguir a una liebre. Don Quijote entiende aquí una mala señal, algo que explicaba la tristeza mortal que desde hacía tiempo oprimía su pecho. Cuando el perro sale de los límites del hogar, para hacer una incursión de caza dentro de un territorio que no es el suyo, siempre se obtiene una muerte real; ya sea la de la modesta liebre, o la de un fiero jabalí, como aquel que había de caer a manos de los duques, cuando convidaron a don Quijote a su cacería. Conmovieron el bosque entero para espantar a la bestia y sacarla de su escondite a base de bocinazos, gritos y los terroríficos ladridos de sus jaurías, música de un bárbaro ritual de sangre; pues por desgracia, toda muerte ajena que contemplamos, es una premonición inexcusable de la nuestra.

El gato es el otro rival en el trato con los humanos. Libre como un mal espíritu, va y viene sin prestar más pleitesía que la que conviene a sus intereses. A la luz del día parece la estatua inmóvil de un dios antiquísimo, y de noche un habitante de las regiones infernales donde reina la oscuridad. Acaso el cascabel que algunos ponen en su cuello sea la advertencia para conocer anticipadamente que una potencia demoníaca se acerca bajo la engañosa forma de un dios familiar. Don Quijote tuvo ocasión, en casa de los duques, de comprobar la malicia subterránea de estos animales, cuando hubo de soportar, también en plena noche, la acometida de una legión de gatos lanzados (por maliciosa mofa de sus anfitriones) contra él, precedidos por el escándalo de numerosos cencerros atados entre sí. El desgraciado caballero identificó enseguida estos rabiosos animales, y el estruendo que provocaban, con demonios que habían enviado contra él pérfidos encantadores, aquellos que tanto lo envidiaban. Las alimañas del Averno atacaron el rostro de su víctima con garras poderosas, mordieron y arañaron al caballero hasta hacerlo caer. A pesar de su valor y de su espada, el campeón de la Mancha cayó herido al suelo entre tales gritos de sorpresa y dolor, que hasta los duques cesaron en su burla y participaron de su pavor, que es como decir que ya estaban tan locos como él. Los gatos mostraron la extensión de su poder a través de sus ojos encendidos en llamas. Engendrados por la noche, que es madre de monstruos y pesadillas, estos felinos, compañeros de la muerte y la locura, arrojaron a todos dentro del infierno que traían consigo.

QOSHE - El brillo inquietante en los ojos de ópalo - José Antonio Molina Gómez
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El brillo inquietante en los ojos de ópalo

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22.12.2023

Don Quijote, cuando todavía era Alonso Quijano, había tenido un galgo corredor. Entre las señales distintivas de su nobleza estaban las armas de sus antepasados y ese gusto, entre aristocrático y guerrero, por la caza. El galgo debió de acompañar a su amo en bastantes correrías hasta que la monomaníaca obsesión por los libros de caballería acabó recluyendo al hidalgo entre los límites de su biblioteca. Aunque la tradición atribuye a los cazadores prodigiosos encuentros con seres de leyenda, don Alonso no tuvo ninguno, que se conozca, y su admirable vida de combates y locuras solo empezó cuando bien hubo dejado atrás su casa y su perro.

El perro pertenece al hogar y lo defiende. Es el animal que encarna, dentro de los muros familiares, el amor al fuego, el sueño tranquilo y pacífico, el cariño hacia los señores de la casa. El animal, a fuerza de incondicional, bien puede llegar a ser salvajemente violento frente a los extraños. Don Quijote jamás volverá a tener cerca otro perro. Una noche, yendo hacia el........

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