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El maldito asunto de la burocracia roja

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19.07.2024

En la mitad de los años sesenta, cuando el que escribe se inició en “la política”, la URSS comenzaba a gozar de un renovado prestigio entre la gente que “se movía”. Existían numerosas razones para ello. Se entendía que lo que se decía desde el régimen franquista carecía de la más mínima fiabilidad, y se contaba la anécdota de un millonario adicto que al regresar de un viaje por allá, declaró: “Allí viven peor que nosotros”, y se subrayaba el “nosotros” para los que no caían en el significado. Lo mismo sucedía con las películas anticomunistas vulgares que daban más bien risa. El contraste aparecía como evidente, mientras que el franquismo nos había colocado como un protectorado norteamericano, la URSS competía con la potencia del dólar en el crecimiento económico, y en aquella carrera espacial tan increíble. Recuerdo que mientras asistía con unas pocas personas más y con los muchachos de la escuela nocturna a la exposición de tapices de Goya, nuestro maestro, Don Ángel Vidal, un republicano represaliado, nos enseñó un recorte en el que un conocido corresponsal de La Vanguardia llamado Luís del Arco, contaba como dicha exposición había provocado enormes colas en Moscú. Por aquellos días, los más cinéfilos pudimos disfrutar con el estreno del magnífico Don Quijote (1953), de Gregori Kozintsev, en la que el gran Nicolai Tcherkassov interpreta al idealista hidalgo, en tanto que la ambientación había corrido cargo de Alberto Sánchez, un exiliado como lo habían sido la mayor parte de los artistas, escritores y poetas de su tiempo.

Semejante estado de simpatía había estado en mi caso forjada a través de numerosas referencias, comenzando por el hecho de que la única gesta que podía atribuirse a papá que “nunca se había metido en nada”, fue cuando en la inmediata postguerra el “señorito” del molino de aceite donde trabajaba como un favor, le preguntó que le parecía lo de Rusia. Su respuesta fue: “Seguro que es mejor que aquí”. Menuda la que armó, aunque al final todo quedó igual porque el abuelo seguía siendo un hombre muy respetado. Yo había oído aquí y allá que Rusia fue la única potencia que ayudó a la República, y entre las anécdotas (seguramente inventada) que llegaron a mis oídos había una que se atribuía a Gila. Reflejaba el ambiente que se dio cuando el nazismo fue derrotado en Stalingrado, episodio clave del siglo sobre el que ya se había estrenado una película homónima (Frank Wisbar, 1959) basada en una novela de Sven Hassell, y en la que se daba cuenta de la terrible agonía de los soldados alemanes.

Pues bien, se decía que Gila aparecía en el escenario y tendía una camisa sobre la que decía muchas cosas, hasta que en un momento se detenía para subrayar: “Alguien me dirá que está un poco rota, pero STA-LIN-PI-TA”. Igual me la contó mi pariente Antonio Segura, el comunista del pueblo que se había atrevido a plantarle cara al abominable y repulsivo “franquito” del pueblo, o quizás fuese el mismo Pedra, mi tutor político de los sesenta que aunque era anarquista, reconocía que, a pesar de todo, en Rusia se habían hecho muchas cosas. Por entonces, ya había entrado en contacto con “el Partido”, con los comunistas del barrio que me dejaban libros como El Don apacible, con el que Mijhail Sholojov había ganado el Nobel de Literatura. También había tenido ocasión de escuchar reconocimientos de obreros de procedencia diversa, cenetista incluida, que empero, estaban persuadidos de que la disciplina de hierro de Koba, había sido fundamental para evitar otras derrotas como la de la República. Lo demás eran zarandajas.

Sin embargo, a partir de 1967, esta dinámica digamos “prosoviética”, comenzó en mi caso, y en el de parte del grupo de las “comisiones juveniles” de L´Hospitalet, a cambiar de signo. Fueron varios los factores que influyeron. Supongo que ya existían ciertas lecturas críticas, y como no, películas de altura como Un, dos, tres, de Billy Wilder (1961), o Teléfono rojo, de Stanley Kubrick (1963), que ofrecían una sátira por igual de un lado y otro. La recomendación de la segunda me valió perder la amistad de un compañero de trabajo, un médico que estaba suspendido por haber participado en un aborto. Estaba –claro está- las advertencias de Pedra sobre la actuación del PCE-PSUC durante la guerra, y lo que nos contaba sobre el “uniformismo” y el papel totalitario del Estado. También su discurso sobre la necesidad de tener un pensamiento propio (el “librepensamiento”), conceptos que con relación al partido acabó de sentir por boca de Miguel Núñez, un comunista de antes, en el documental Postguerra.

Inmerso en una intensa labor de lecturas y discusión, mis amistades comunistas me parecieron “detenida” en la obediencia “al Partido”. En este cuadro, la llegada de un universitario que se hacía llamar nada menos que A. Nin, precipitó nuestra evolución con la ayuda de lecturas más avanzadas como lo fueron, entre otros, el Stalin, de Isaac Deutscher, y el Hongria, 1956: socialisme i llbertat, de François Fetjö, ambos publicados en catalán en Edició de Materials. Después llegaron el propio Trotsky, amén de obras de Pierre Broué, Ernest Mandel, etc. En Octubre de 1967, servidor ofrecía una conferencia sobre la revolución rusa en el Centro Social de La Florida, plenamente deudora de dichas lecturas El hecho provocó una pequeña conmoción entre mucha gente que consideró aquello como un atentado contra la cultura comunista, era como querer arreglarlo todo cuando con lo que teníamos aquí –la dictadura-, ya era más que suficiente.

Meses más tarde, dos grandes acontecimientos, el mayo francés, y la “primavera de Praga” nos hacían creer que estábamos en la línea más correcta, o al menos en un buen punto de partida, pero ahora, transcurridos más de setenta años, todo parece tan sólo de unas pocas horas en ese tiempo vital, que tan largo llegó a parecer a los que lo sufrieron eu un tiempo histórico que llegó a parecer detenido. ¿Son estas horas motivo suficiente para cuestio­nar los juicios básicos de Trotsky? ¿Cómo deberíamos valorar el legado de sus perspectivas general del estalinismo en un tiempo en que éste se ha descompuesto estrepitosamente ante nuestros ojos?. No faltan los autores de izquierdas que consideran que se trata de una aportación insuficiente, yo sin embargo no encuentro ninguno comparable.

Éste es un juicio sometido a la controversia, Para aclararnos podemos decir que el mérito de la interpretación del Trotsky es triple. En primer lugar, proporciona una teoría del fenómeno estalinista en el marco de una larga temporalidad histórica, en congruencia con las categorías fundamentales del marxismo clásico. En todo momento de su descripción de la naturaleza de la burocracia soviética, Trotsky trataba de situarla en la lógica de los sucesivos modos de producción y las transiciones entre ellos, con sus correspondientes poderes de clase y regimenes políticos, lógica que ha, heredado de Marx, Engels y Lenin. De ahí su insistencia en que la óptima adecuada para definir la relación de la burocracia con la clase obrera eran las relaciones antecedentes y análogas entre el absolutismo y la aristocracia, el fascismo y la burguesía. Al igual que los precedentes relevantes de su futuro derrocamiento serían levantamientos políticos como los de 1830 o 1848, antes que un nuevo 1789. Gracias a que supo pensar el surgimiento y consolidación de Stalin en una exten­sión temporal histórica con dimensiones de época. Evitó las explicaciones periodísticas apresuradas y la confección improvisada de nuevas clases o modos de producción, no previstos por el materialismo histórico, que marcaron la reacción de muchos de sus contemporáneos.

En segundo lugar la riqueza sociológica y la penetración de su investigación en la URSS bajo Stalin no tuvieron parangón en la literatura de la izquierda sobre este maldito asunto de la “naturaleza de la URSS”, que tantas tensiones provocaría en la izquierda marxista en general y en el trotskismo en particular. El tiempo ha probado que la aportación de Trotsky sigue siendo hoy una pieza maestra, aliado de la cual toda la colección de artículos de Max Schachtman o del longevo Karl Kautsky, o postítulos famosos de James Burnham (La revolución managerial), deudor a su vez del ensayo de Bruno Rizzi, La burocratización del mundo, o las más cercana de Tony Cliff. Incluso supera el optimismo reformador del último Isaac Deutscher, el de La revolución inconclusa. Los mayores avances en el análisis empírico detallado de la URSS después de Trotsky han venido en gran medida de investigadores profesionales que trabajaban en instituciones sovietológicas después de la IIª Guerra Mundial. En lo esencial, sus hallazgos han desarrollado, en vez de haberla contradicho, la descripción de Trotsky, proporcionándonos un conoci­miento mucho mayor de las estructuras internas de la economía y la burocracia soviéticas, pero sin una teoría integrada de las mismas con la legada por Trotsky.

En tercer lugar, la interpretación del estalinismo de Trotsky era destacar por su equilibrio político: su rechazo tanto de la adulación como la conmina­ción, en favor de una sobria estimación de la natura­leza contradictoria y la dinámica del régimen burocrá­tico en la URSS. En vida de Trotsky, era la segunda actitud la que resultaba inhabitual entre la izquierda, en medio del intoxicado entusiasmo, no sólo de los partidos comunistas sino de muchos otros observa­dores, por el orden estalinista en Rusia. Hoy es la primera la que resulta más inusual, en medio de la denuncia apoplética no solamente por parte de tantos observadores en la izquierda, sino incluso dentro de ciertos partidos comunistas, de la expe­riencia soviética como tal. Existen pocas dudas de que fue la firme insistencia de Trotsky -tan pasada de moda en los últimos años, incluso entre muchos de sus mismos seguidores- en que la URSS era en últimas instancia un Estado obrero lo que constituyó la clave de este equilibrio. A pesar de sus enormes deformaciones, ese carácter “social”, contradictorio con el imperialismo, se ha hecho patente a la luz de lo que ha venido después, con el acelerado deterioro de la mayoría de la población y con el apogeo del uniteralismo made in USA

Al entrar en este club del debate sobre qué era qué no era la URSS, uno optaba por el laberinto del que trataba de salir a base de muchas lecturas, sobre todo las dedicadas a la trilogía de Deutscher, que he poseído en diversos momentos, incluyendo una edición francesa, siempre cargadas de subrayados y notas. Lo mejor de Deutscher es su elegancia literaria más la combinación de academicismo con una voluntad de explicación. Una explicación que a veces puede resultar poco profunda y errónea en tal o cual detalle, pero que sitúa al personaje en sus diversos tiempos. Media una gran diferencia entre los primeros ensayos como los reunidos con el título La revolución desfigurada, que los que desarrollará en los años treinta, sobre todo a partir de 1933, cuando lo que algunos han llamado “fenómeno estaliniano” adquiere unos contornos mucho más consolidados y precisos.

La razón fundamental radica en un acontecimiento cuya importancia en el siglo XX es solamente inferior a la revolución de Octubre, de la que resulta su más completa negación. Una tragedia inconmensurable que provocó una importante pero insuficiente reacción crítica en su momento; también un trauma al que todavía da un tanto pavor acercarse, y sobre el que conviene recordar........

© Kaos en la red


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