Imágenes de la blanquitud
por Bolívar Echeverría
Sein Auge ist blau
er trifft dich genau**.
Paul Celan
La palabra “espíritu” que aparece en el famoso ensayo de Max Weber sobre la ética protestante y el espíritu del capitalismo se refiere sin duda a una especie de demanda o petición de un cierto tipo de comportamiento que la vida económica de una sociedad hace a sus miembros. El “espíritu” es una solicitación o un requerimiento ético emanado de la economía. El “espíritu del capitalismo” consiste así en la demanda o petición que hace la vida práctica moderna, centrada en torno a la organización capitalista de la producción de la riqueza social, de un modo especial de comportamiento humano; de un tipo especial de humanidad, que sea capaz de adecuarse a las exigencias del mejor funcionamiento de esa vida capitalista. Según Weber, el ethos que solicita el capitalismo es un ethos “de entrega al trabajo, de ascesis en el mundo, de conducta moderada y virtuosa, de racionalidad productiva, de búsqueda de un beneficio estable y continuo”, en definitiva, un ethos de autorrepresión productivista del individuo singular, de entrega sacrificada al cuidado de la porción de riqueza que la vida le ha confiado. Y la práctica ética que mejor representa a este ethos solicitado por el capitalismo es, para Weber, la del cristianismo protestante, y en especial la del puritanismo o protestantismo calvinista, aquel que salió del centro de Europa y se extendió históricamente a los Países Bajos, el norte del continente europeo, a Inglaterra y finalmente a los Estados Unidos de América.
En la nota preliminar a sus Artículos escogidos de sociología de la religión, Max Weber dejó planteada la idea de que la capacidad de corresponder a la solicitación ética de la modernidad capitalista, la aptitud para asumir la práctica ética del protestantismo puritano, puede tener un fundamento étnico y estar conectada con ciertas características raciales de los individuos. Las reflexiones que quisiera presentarles intentan problematizar este planteamiento de Max Weber a partir del reconocimiento de un “racismo” constitutivo de la modernidad capitalista, un “racismo” que exige la presencia de una blanquitud de orden ético o civilizatorio como condición de la humanidad moderna, pero que en casos extremos, como el del estado nazi de Alemania, pasa a exigir la presencia de una blancura de orden étnico, biológico y “cultural.”
Se puede hablar de un “grado cero” de la identidad concreta del ser humano moderno, que consistiría en la pura funcionalidad ética o civilizatoria que los individuos demuestran tener respecto de la reproducción de la riqueza como un proceso de acumulación de capital. En este plano elemental, la identidad humana propuesta por la modernidad “realmente existente” consiste en el conjunto de características que constituyen a un tipo de ser humano que se ha construido para satisfacer al “espíritu del capitalismo” e interiorizar plenamente la solicitud de comportamiento que viene con él.
Distintos elementos determinantes de los modos de vida tradicionales, distintas subcodificaciones de los sistemas semióticos y lingüísticos heredados, distintos usos y costumbres pre-modernos o simplemente no-modernos, en pocas palabras, distintas determinaciones de la “forma natural” de los individuos (singulares o colectivos) son oprimidos y reprimidos sistemática e implacablemente en la dinámica del mercado a lo largo de la historia, en el camino que lleva a este “grado cero” de la identidad humana moderna. [1] Son precisamente aquellas determinaciones identitarias que estorban en la construcción del nuevo tipo de ser humano requerido para el mejor funcionamiento de la producción capitalista de mercancías y que deben ser sustituidas o reconstruidas [2] de acuerdo a la versión realista, puritana o “protestante-calvinista” del ethos histórico capitalista.1
En el contexto que nos interesa, es importante señalar que la “santidad económico-religiosa” que define a este “grado cero” de la identidad humana moderno-capitalista, que caracteriza a este nuevo tipo de ser humano, es una “santidad” que debe ser visible, manifiesta; que necesita tener una perceptibilidad sensorial, una apariencia o una imagen exterior que permita distinguirla. [3] La modernidad de un individuo, lo efectivo de la interiorización que ha hecho del éthos puritano capitalista, es decir, su “santidad” o el hecho de haber sido elegido por la gracia divina, es reconocible antes que nada en el alto grado de productividad del trabajo que le toca ejecutar. Lo evidentemente productivo de su actividad en lo que lo ubica por encima de la línea que separa tajantemente a los “winners” (triunfadores) o “salvati” de los “losers” (perdedores) o “sommersi”. Pero no se manifiesta sólo en este dato estadístico; también se muestra en la imagen que corresponde a esa santidad evidente, en todo el conjunto de rasgos visibles que acompañan a la productividad, desde la apariencia física de su cuerpo y su entorno, limpia y ordenada, hasta la propiedad de su lenguaje, la positividad discreta de su actitud y su mirada y la mesura y compostura de sus gestos y movimientos.
Pero el grado cero de la identidad individual moderna es en verdad un grado insostenible, evanescente, que en la historia cede su lugar enseguida a un grado primero o inicial de concreción identitaria: el grado de identidad que corresponde a la identidad nacional. En efecto, sólo excepcionalmente las masas de la sociedad moderna son, como suele decirse, masas amorfas y anónimas; por lo general son masas identificadas en la realización del proyecto histórico estatal de alguna empresa compartida de acumulación de capital, es decir, son masas dotadas de una identidad de “concreción falsa”, como diría el filósofo Karel Kosík, pero concreta al fin, que tiene una consistencia nacional.
Ahora bien, en lo que concierne a estas reflexiones, es de observar que la identidad nacional moderna, por más que se conforme en función de empresas estatales asentadas sobre sociedades no europeas (o sólo vagamente europeas) por su “color” o su “cultura”, es una identidad que no puede dejar de incluir, como rasgo esencial y distintivo suyo, un rasgo muy especial al que podemos llamar “blanquitud”. La nacionalidad moderna, cualquiera que sea, incluso la de estados de población no-blanca (o del “trópico”), requiere la “blanquitud” de sus miembros. Se trata sin duda de un dato a primera vista sorprendente, ya que la idea de una identidad nacional parecería excluír la subsunción de ella bajo alguna identidad más general (por ejemplo, “europea” u “occidental”), que trascienda las determinaciones étnicas particulares de la comunidad “nacionalizada” por el estado capitalista. La explicación de esta posible paradoja de una nación “de color” y sin embargo “blanca” puede encontrarse en el hecho de que la constitución fundante, es decir, primera y ejemplar, de la vida económica moderna fue de corte capitalista-puritano, y tuvo lugar casualmente, como vida concreta de una entidad política estatal, sobre la base humana de las poblaciones racial e identitariamente “blancas” del noroeste europeo. Se trata de un hecho que hizo que la apariencia “blanca” de esas poblaciones se asimilara a esa visibilidad indispensable, que mencionábamos, de la “santidad” capitalista del ser humano moderno,que se confundiera con ella. La productividad del trabajo como síntoma de la santidad moderna y como “manifestación” del “destino” profundo de la afirmación nacional pasó a incluir, como acompañante indispensable, a la blancura racial y “cultural” de las masas trabajadoras.
El rasgo identitario-civilizatorio que queremos entender por “blanquitud” se consolida, en la historia real, de manera casual o arbitraria sobre la base de la apariencia étnica de la población europea noroccidental, sobre el trasfondo de una blancura racial-cultural. A lo largo de tres siglos (del siglo XV al XVIII), esa casualidad o arbitrariedad se fue convirtiendo poco a poco en una necesidad y pasó a ser codeterminante de la identidad moderna del ser humano como una identidad civilizatoria capitalista, en su variante puritana o “realista”. [4] En otras palabras, debido a su frecuencia abrumadora, el hecho de que los “santos visibles” fueran también, además de todo, “de raza y de usos y costumbres blancos” abandonó su factualidad y pasó a convertirse en una condición imprescindible. Es gracias a este quid pro quo que el ser auténticamente moderno llegó a incluir entre sus determinaciones esenciales el pertenecer de alguna manera o en cierta medida a la raza blanca y consecuentemente [5] a relegar en principio al ámbito impreciso de lo pre-, lo anti- o lo no-moderno (no humano) a todos los individuos, singulares o colectivos, que fueran “de color” o simplemente ajenos, “no occidentales”.2
Pero el proceso fue, en verdad, un tanto más complicado. Lo interesante está en que, durante este tránsito subrepticio de lo casual a lo necesario, la condición de blancura para la identidad moderna pasó a convertirse en una condición de blanquitud, esto es, permitió que su orden étnico se subordinara al orden identitario que le impuso la modernidad capitalista cuando la incluyó como........
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