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Arte y utopía

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05.09.2024

por Bolívar Echeverría

“… sin empadronar el espíritu en
ninguna consigna política propia ni
extraña, suscitar, no ya nuevos tonos
políticos en la vida, sino nuevas
cuerdas que den esos tonos.”

César Vallejo (1927)

El ensayo sobre la obra de arte es un unicum dentro de la obra de Walter Benjamin; ocupa en ella, junto al manuscrito inacabado de las Tesis sobre el materialismo histórico, un lugar de excepción. Es la obra de un militante político, de aquel que él había rehuído ser a lo largo de su vida, convencido de que, en la dimensión discursiva, lo político se juega, y de manera a veces incluso más decisiva, en tormo a objetos aparentemente ajenos al de la política propiamente dicha. Pero no sólo es excepcional dentro de la obra de Benjamin, sino también dentro de los dos ámbitos discursivos a los que está dirigido: el de la teoría política marxista, por un lado, y el de la teoría y la historia del arte, por otro. Ni en el campo de teorización ni en el otro sus cultivadores han sabido bien a dónde ubicar los temas que se abordan en este escrito. Se trata, por lo demás, de una excepcionalidad perfectamente comprensible, si se tiene en cuenta la extrema sensibilidad de su autor y la radicalidad con que su crisis personal interiorizaba la crisis de la situación histórica que le tocó vivir. El momento en que Benjamin escribe este ensayo es él mismo excepcional, trae consigo un punto de inflexión histórica como pocos en la historia moderna. El destino de la historia mundial se decidía entonces en Europa y, dentro de ella, el lugar de la encrucijada era Alemania. Contenía el instante y el punto precisos en los que la vida de las sociedades europeas debía decidirse, en palabras de Rosa Luxemburg, entre el “salto al comunismo” o la “caída en la barbarie”. Para 1936 podía pensarse todavía, como lo hacía la mayoría de la gente de izquierda, que los dados estaban en el aire, que era igualmente posible que el régimen nazi fracasara -abriendo las puertas a una rebelión proletaria y a la revolución anticapitalista- o que se consolidara, se volviese irreversible y completara su programa contrarrevolucionario, hundiendo así a la historia en la catástrofe.

El Walter Benjamin que había existido hasta entonces, el autor que había publicado hace poco un libro insuperable sobre lo barroco, Ursprung des deutschen Trauerspiels,1 y que tenía en preparación una obra omniabarcante sobre la historia profunda del siglo XIX, cuyo primer borrador (el único que quedó después de su suicidio en 1940) conocemos ahora como La obra de los pasajes,2 no podía seguir existiendo; su vida se había interrumpido definitivamente. Su persona, como presencia perfectamente identificada en el orbe cultural, con una obra que se insertaba como elemento a tenerse en cuenta en el sutil mecanismo de la vida discursiva europea, se desvanecía junto con la liquidación de ese orbe. Perseguido primero por “judío” y después por “bolchevique”, privado de todo recurso privado o público para defenderse en “tiempos de penuria”, había sido convertido de la noche a la mañana en un paria, en un proletario cuya capacidad de trabajo ya no era aceptada por la sociedad ni siquiera con el valor apenas probable de una fuerza de reserva. La disposición a interiorizar la situación límite en la que se había encerrado la historia moderna era en su persona mucho más marcada que en ningún otro intelectual de izquierda en la Alemania de los años treinta.

Exiliado en París, donde muchos de los escritores y artistas alemanes expulsados por la persecución nazi intentan permanecer activos y apoyarse mutuamente, Benjamin se mantiene sin embargo distanciado de ellos. Aunque le parece importante cultivar el contacto con los intelectuales comunistas, en cuyo Instituto para el estudio del fascismo, en abril de 1934, da una conferencia, El autor como productor -que contiene adelantos de algunas ideas propias del ensayo sobre la obra de arte-, la impresión que tiene de la idea que prevalece entre ellos acerca de la relación entre creación artística y compromiso revolucionario es completamente negativa: mientras el partido desprecia la consistencia cualitativa de la obra intelectual y artística de vanguardia y se interesa exclusivamente en el valor de propaganda que ella puede tener en el escenario de la política, los autores de ella, los “intelectuales burgueses”, por su lado, no ven en su acercamiento a los comunistas otra cosa que la oportunidad de dotar a sus personas de la posición “políticamente correcta” que no son capaces de distinguir en sus propias obras. Se trata de un desencuentro que Benjamin mira críticamente. Un episodio del mismo tendrá él la oportunidad de presenciar en junio del año siguiente, durante el “Congreso de los escritores antifascistas para el rescate de la cultura”. En esa ocasión, el novelista austriaco Robert Musil pudo ironizar acerca de la politización del arte, entendida como compromiso con la política de los partidos políticos; la política puede “concernir a todos”, dijo, “como también concierne a todos la higiene”, sólo que a nadie se le ocurriría pedirnos que desarrollemos por ésta una pasión especial.

El ensayo sobre la obra de arte tiene su motivación inmediata en la necesidad de plantear en un plano esencial esta relación entre el arte de vanguardia y la revolución política. Al mismo tiempo, le sirve a su autor como tabla de salvación; forma parte de un intento desesperado de sobrevivir rehaciéndose como otro a través de una fidelidad a un “sí mismo” que se había vuelto imposible. La redacción de este ensayo es una manera de continuar el trabajo sobre “París, capital del siglo XIX” o la “Obra de los pasajes” en condiciones completamente diferentes a aquellas en las que fue concebido originalmente. En su carta a Horkheimer del 18 de Septiembre de 1935, Benjamin explica el sentido de su ensayo: “En esta ocasión se trata de señalar, dentro del presente, el punto exacto al que se referirá mi construcción histórica como a su punto de fuga… El destino del arte en el siglo XIX… tiene algo que decirnos […] porque está contenido en el tictac de un reloj cuya hora sólo alcanza a sonar en nuestros oídos. Con esto quiero decir que la hora decisiva del arte ha sonado para nosotros, hora cuya rúbrica he fijado en una serie de consideraciones provisionales… Estas consideraciones hacen el intento de dar a la teoría del arte una forma verdaderamente contemporánea, y ésto desde dentro, evitando toda relación no mediada con la política.” (W. Benjamin 1991, 983.)

Benjamin está convencido de que en su tiempo ha sonado la “hora decisiva del arte”. En coincidencia plena con la cita de Paul Valery que pone como epígrafe de su ensayo, piensa que en la “industria de lo bello” tienen lugar cambios radicales como resultado de las conquistas de la técnica moderna; que no sólo el material, los procedimientos de las artes, sino la invención artística y el concepto mismo de arte están en plena transformación. Pero, más allá de Valery, piensa que estos cambios radicales en la consistencia misma del arte tienen que ver, en igual medida que con las “conquistas de la técnica”, con una reconfiguración profunda del mundo social.3

Según Benjamin, el arte de su época –que de alguna manera es también la nuestra– se encuentra en el instante crucial de una metamorfosis. Se trata de una transformación esencial que lo lleva, de ser un “arte aurático”, en el que predomina un “valor de uso para el culto”, a convertirse en un arte plenamente profano, en el que predomina en cambio un “valor de uso para la exhibición” o para la experiencia propiamente estética.

En todos los tipos de obras de arte que ha conocido la historia sería posible distinguir dos polos contrapuestos de objetividad o presencia, que compiten en la determinación del valor de uso que la obra tiene para quienes la producen y la consumen. De acuerdo al primero de ellos, la obra vale como testigo o documento vivo, como fetiche dentro de un acto cúltico o una ceremonia ritual, de la reactualización festiva que hace la sociedad del acontecer de lo sobrenatural y sobrehumano dentro del mundo natural y humano. De acuerdo al segundo, la obra vale como detonador de una experiencia profana de la contingencia que habita en la necesidad del mundo humano-natural, la experiencia de la belleza estética. Según Benjamin, esta experiencia estética de la objetividad del objeto artístico no consiste en una derivación de la vivencia mágica –de la interiorización de ese acontecer sobrenatural y sobre-humano- sino en una relación con el mundo que, aunque emparentada con esa vivencia, es sin embargo completamente autónoma. Aparte de la objetividad de culto que hay en el valor de uso del objeto artístico hay también en él una objetividad que le es característica como objeto artístico propiamente dicho.

La obra de arte como fetiche, esto es, concentrada en el polo cúltico de su valor de uso, tiene la función de una reliquia, es decir, de un testigo aún vivo o de una prolongación metonímica no sólo de la ceremonia pasada de la que proviene sino también, indirectamente, del sacrificio religioso que ésta a su vez repetía festivamente. El automatismo o la rutina de la vida cotidiana se ve roto en la ceremonia festiva por la re-actualización , dentro de ella, del acto político extraordinario, fundador y refundador –“revolucionario”-, en el que la consistencia cualitativa del mundo de la vida es destruida y reconstruida vertiginosamente, llevando a su plenitud lo mismo la dignidad de sujeto en el ser humano que la de objeto en el mundo de su vida. Se trata de una reactualización cuyo tiempo y lugar es el de un escenario imaginario dedicado expresamente a un trance extático de orden mágico-político en el que participan en principio los miembros consagrados de una comunidad.

En cambio, la obra de arte como tal, concentrada en el polo público o profano de su valor de uso, el plano de la “exhibición”, sirve para promover e inducir en quien la disfruta la experiencia propiamente estética que tiene lugar en la mímesis distanciada o no extática de aquellos efectos disruptivos imaginarios que la suspensión festiva del automatismo cotidiano introduce en la existencia social.

Al tratar del valor cúltico de la obra de arte, Benjamin no lo reconoce únicamente en obras realizadas en conexión con la vida religiosa; lo distingue igualmente en obras que reivindican un carácter civil o profano. El aura o valor de culto de la obra de arte no proviene solamente de la inserción de la misma en la dimensión sagrada arcaica de la vida social premoderna; proviene también, en nuestra época, de su inserción en otra dimensión igualmente “mágica” y “religiosa” pero denegada como tal por la profesión de profanidad o secularidad que es propia de la vida moderna.

A la virtud de entregar representaciones del mundo capaces de acompañar al ser humano moderno en la apropiación práctica de lo real, ciertas obras de arte suman la característica adicional de poseer una calidad artística única e incomparable, reputada como excepcionalmente alta, que las vuelve inconmesurables con todas las demás, ajenas a toda intercambiabilidad (como no lo son éstas, que comparten el valor de uso general de entregar retratos del mundo); obras reacias a la exigencia que supedita el valor de uso de todas las cosas al valor de cambio o valor económico mercantil. Son obras de arte que ostentan un prestigio especial en el mercado y que pueden así alcanzar un precio arbitrario, inusitadamente elevado, que resulta ajeno a la disputa de la oferta y la demanda.

El valor de uso cúltico de estas obras de arte modernas se concentra en la unicidad extraordinaria o genial que........

© Kaos en la red


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