Como dice la sensibilidad burocrática de hoy, sin Estado no hay mercado, sobre todo, tras el crac de 2008 y la pandemia. Es indiscutible que los mercados gobiernan y dictan la ley, sobre todo los financieros, pero, en verdad, los Estados gestionan el disfuncionamiento de tal clase de gobierno. Viven para la economía. El estilo de vida moderno, industrial, consumista, sería imposible de otra manera, sin un aparato administrativo y coercitivo que fuera reparando los fallos de la maquinaria capitalista y amortiguando los conflictos suscitados. El Estado, es decir, la organización de la sociedad basada en el dominio y el monopolio de la violencia, la combinación perversa entre violencia y poder, desempeña un cierto papel en la nueva reestructuración capitalista en marcha. Lo cual en boca de los defensores populistas del orden establecido da lugar al gran tópico del Estado paternalista como respuesta a todos los problemas de los ciudadanos, desde los ambientales a los sociales. “El Estado lo es todo”, dicen: la seguridad, el bienestar, el enriquecimiento fácil, el disfrute, dependen de él. Para el partido del orden es en efecto una forma de organización social indispensable.

La ilusión de un interés común posible entre el Estado y sus súbditos, o la suposición de un espacio inexistente donde se puedan reconciliar los medios coercitivos estatales y las prácticas democráticas horizontales, son fundamentales si se desea que los gobernados actúen según pautas determinadas en tiempos de crisis -no hay otros- a favor de las medidas restrictivas que se le impongan, dejando la discusión y el análisis para los especialistas a sueldo. Sin embargo, no quedan lejos los tiempos en los que se consideraba al Estado como el patrimonio político de las clases privilegiadas, o sea, el poder organizado de la clase dominante sobre las masas dominadas. El llamado estado del bienestar era simplemente la forma estatal propia del capitalismo nacional, un producto fallido de la lucha de clases, la dominación política burguesa típica de una fase preglobalización hoy extinguida. Ignorar esta verdad significa disimular la existencia de dicha clase, algo que habitualmente hacen los políticos, y también los “verdes”, puesto que han sido cooptados por el orden y, dada la facilidad con que asimilan conductas burguesas en la vida diaria, también ellos creen pertenecer de facto a la misma. En fin, la voluntad popular nunca podrá expresarse a través del Estado, en tanto que poder separado, sino al margen. La tarea de las instituciones estatales no es representarla, sino sustituirla. El Estado es tanto más fuerte por cuanto esa voluntad no encuentra modos organizativos adecuados para formularse. A la inversa, su futilidad es bien visible cuando la sociedad civil sabe auto-organizarse.

Uno de los tópicos más extendidos entre los dirigentes es el de estar “en la antesala de una crisis.” La contaminación, los rescates bancarios, el pico del petróleo, el calentamiento global, la exclusión y, cómo no, las guerras, iluminan las múltiples caras de los apuros de la economía-mundo, bien en forma de alteración climática, bien como problema financiero, baja fertilidad de los suelos, desabastecimiento energético o contracción de la oferta de alimentos. Los dirigentes se volvieron catastrofistas y adoptaron el lenguaje de los progresistas postestalinistas, populistas de izquierda y ecologistas de moqueta, todos ellos furibundos keynesianos, y como tales, partidarios a ultranza del Estado. Pero la crisis es inherente al capitalismo, puesto que su funcionamiento normal consiste en subvertir las relaciones sociales en las que previamente se había apoyado. Las crisis son los motores de la mundialización, necesarias para el crecimiento económico: son su condición de existencia. La crisis actual, umbral de una recesión en todos los sentidos, nos introduce en un escenario de escasez de materia prima, predominio voraz de la finanza y volatilidad de precios que tendrá consecuencias perturbadoras en la masa administrada. En esas circunstancias, la dominación reconoce el deterioro social y medioambiental como un hecho total y trata de mantenerse y sacar beneficios a partir de ahí. La catástrofe es ahora la condición principal del desarrollo capitalista y el propulsor de su programa de actividades extractivistas, el “Nuevo Pacto Verde”, cuya guinda es la “transición energética”. El capitalismo “verde” es esa huida hacia adelante que el entramado industrial, financiero, comunicacional y político que lo representa suele denominar “progreso.”

El eslogan de “el capitalismo del futuro será verde o no será”, que se popularizó en los pasados noventa junto con el del “desarrollo sostenible”, es otro tópico en danza. El calentamiento global había por fin alcanzado la alta política y los males del desarrollismo no se podían negar. Llegados entonces al punto en que el crecimiento económico trastorna la existencia de amplios sectores de población y hasta pone en peligro la supervivencia de la especie humana, la búsqueda del beneficio privado se proclama conservacionista y ambientalista. Los proyectos ecologistas en tanto que descubren nuevas vías a la acumulación de capitales, pasan a formar parte de los mecanismos desarrollistas de la dominación en amistosa sociedad con la minería recién reactivada y la digitalización total de la economía, de la vida y del trabajo. Resulta evidente su papel, por ejemplo, en la reciente invasión de seudo-renovables industriales o en la explotación de recursos naturales de cualquier tipo. La conexión del aparato ecologista, profesionalizado y jerarquizado, con el capitalismo “verde” a través de fondos “filantrópicos” es evidente: el discurso ecológico domesticado es cada vez más un discurso de expertos sobre la gestión de la penuria y la nocividad. En realidad, la burocracia “verde”, aparte de una potente máquina recaudadora, es el adalid ideológico del ecologismo de Estado y el agente desmovilizador del antidesarrollismo de base. A estas alturas no es un secreto que la crisis climática, la biodiversidad, el campesinado tradicional o la polución no importan a quienes toman decisiones desde arriba; lo que realmente importa es la conservación del régimen capitalista -el mantenimiento de la civilización industrial- ya que es el único modelo de sociedad capaz de abrir puertas a las ansias de poder, a la obsesión por enriquecerse y a las exigencias consumistas de un estilo de vida esclavo de la mercancía y administrado por parásitos como el que tenemos. Si tenemos presente esa prioridad, lo que diga el ecologismo patentado no tiene la menor importancia. No significa nada, es pura palabrería. Un montón de tópicos.

Dando por sentado la inevitabilidad de los conflictos territoriales, los mecanismos transversales de participación y diálogo pueden ser trampolines perfectos para el salto a la política provincial y regional. Con la intermediación entre la resistencia a las agresiones al territorio y los intereses extractivistas, el ecologismo burocrático aspira a incrementar su peso en la administración, empezando por la planta baja. Enemigo de los activistas, saboteadores y ocupantes de zonas a defender, se dirige más bien a un público clielentelar de aspirantes a concejales o diputados cuando recomienda “generar espacios políticos.” La política es el terreno más indicado para el ecologismo de orden, “una palanca de cambio colosal” de acuerdo con el tópico más aberrante de todos, mayor aún que el optimismo tecnológico que le suele acompañar. Cuando se habla de política, no se alude al arte de relacionarse, deliberar públicamente y tomar decisiones en común beneficiosas para toda la colectividad, lejos de instituciones que no la representan, sino a la política parlamentaria burguesa, aquella cuyas reglas de juego favorecen a los intereses de las finanzas, en el caso español nacida de un compromiso entre la pasada Dictadura y la oposición moderada. En una época de descrédito absoluto de dicha política, de crisis del sistema de partidos, de desprestigio de la partidocracia incluso entre las clases medias que han sido su principal soporte, cuando los contrincantes son apenas distinguibles unos de otros, los hinchas del “Nuevo Pacto Verde” entre las administraciones, las multinacionales y las organizaciones político-sindicales y verdes, interpretan las elecciones como verdaderos “plebiscitos climáticos.” Sin duda, una especie de señales de aprobación de la fantasmal evolución “sostenible” de la economía orientada por los Estados. Al hablar de política, de la mala, de la que no existe sin los sistemas de poder separado, en realidad se estaba hablando también de Estado contemporáneo, funcionarial, militar y policial. Una cosa supone la otra.

Los tópicos del ecologismo de despacho y del populismo de izquierdas jalonan un lenguaje político degradado que trasluce con claridad el amor a las poltronas. Es así porque el idioma de la política liberal sirve para ocultar el abrazo totalitario de la mercancía, no para desvelarlo. Las reglas de la corrección política sancionan implacablemente las iniciativas en sentido contrario. Se busca la sumisión a los imperativos económicos, no su desenmascaramiento, aunque en estos momentos de inseguridad en el suministro y protestas de los agricultores, los cambios se hayan ralentizado, sobre todo en asuntos energéticos. En resumen, el objetivo de una jerga empobrecida repleta de estereotipos es aturdir, no despertar. Vender la moto, no abrir la mente. Recurriendo a Bakunin diríamos que “el triunfo de la humanidad, la conquista y la realización de la plena libertad y del pleno desarrollo material, intelectual y moral de cada uno, mediante la organización absolutamente espontánea y libre de la solidaridad económica y social, tan completa como sea posible, entre todos los seres humanos de la tierra” es, entre otras cosas, una cuestión de lenguaje. Obviamente se trata de identificar y describir con él a los falsos aliados y a los auténticos enemigos de la buena causa de la emancipación humana, sin olvidar a los que actúan desde dentro de los colectivos anticapitalistas, porque son los más letales. Si no se quiere que los primeros pasos de la libertad sean los últimos habrá que guardarse de todos ellos.

Miquel Amorós

25 de febrero de 2024

QOSHE - Los nuevos tópicos del orden establecido - Miquel Amorós
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Los nuevos tópicos del orden establecido

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28.02.2024

Como dice la sensibilidad burocrática de hoy, sin Estado no hay mercado, sobre todo, tras el crac de 2008 y la pandemia. Es indiscutible que los mercados gobiernan y dictan la ley, sobre todo los financieros, pero, en verdad, los Estados gestionan el disfuncionamiento de tal clase de gobierno. Viven para la economía. El estilo de vida moderno, industrial, consumista, sería imposible de otra manera, sin un aparato administrativo y coercitivo que fuera reparando los fallos de la maquinaria capitalista y amortiguando los conflictos suscitados. El Estado, es decir, la organización de la sociedad basada en el dominio y el monopolio de la violencia, la combinación perversa entre violencia y poder, desempeña un cierto papel en la nueva reestructuración capitalista en marcha. Lo cual en boca de los defensores populistas del orden establecido da lugar al gran tópico del Estado paternalista como respuesta a todos los problemas de los ciudadanos, desde los ambientales a los sociales. “El Estado lo es todo”, dicen: la seguridad, el bienestar, el enriquecimiento fácil, el disfrute, dependen de él. Para el partido del orden es en efecto una forma de organización social indispensable.

La ilusión de un interés común posible entre el Estado y sus súbditos, o la suposición de un espacio inexistente donde se puedan reconciliar los medios coercitivos estatales y las prácticas democráticas horizontales, son fundamentales si se desea que los gobernados actúen según pautas determinadas en tiempos de crisis -no hay otros- a favor de las medidas restrictivas que se le impongan, dejando la discusión y el análisis para los especialistas a sueldo. Sin embargo, no quedan lejos los tiempos en los que se consideraba al Estado como el patrimonio político de las clases privilegiadas, o sea, el poder organizado de la clase dominante sobre las masas dominadas. El llamado estado del bienestar era simplemente la forma estatal propia del capitalismo nacional, un producto fallido de la lucha de clases, la dominación política burguesa típica de una fase preglobalización hoy extinguida. Ignorar esta verdad significa disimular la existencia de dicha clase, algo que habitualmente hacen los políticos, y también los “verdes”, puesto que han sido cooptados por el orden y, dada la facilidad con que asimilan conductas burguesas en la vida diaria, también ellos creen pertenecer de facto a la misma. En fin, la voluntad popular nunca podrá expresarse a través del Estado, en tanto que poder separado, sino al margen. La tarea de las instituciones estatales no es representarla, sino sustituirla. El........

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