¿Qué es el anarquismo?
¿Es una doctrina, una ideología, un método, una rama del socialismo, una línea de conducta, una teoría política? La respuesta, en principio, es fácil: anarquismo es lo que piensan y hacen los anarquistas, y, en general, los que se definen como enemigos de toda autoridad e imposición. Aquellos que por diversos caminos, muchos realmente antagónicos, persiguen la “anarquía”, es decir, una sociedad sin gobierno, un modo de convivencia social ajeno a las disposiciones autoritarias. El anarquismo no sería más que la manera de realizar esa anarquía, que el geógrafo Reclús calificó de “la más alta expresión del orden.” ¿En qué consiste? Son múltiples y contradictorias las estrategias para alcanzar un ideal aposentado en una negación del que existen varias versiones, por lo cual, se podría hablar con más propiedad, de anarquismos, como por ejemplo hace Tomás Ibáñez. Si además tenemos en cuenta la situación histórico-social contemporánea, donde el anarquismo ya no es gran cosa, apenas un signo de identidad juvenil y semi-académico que guarda muy poca relación con épocas pasadas más gloriosas y se mantiene al abrigo de cualquier crítica seria y objetiva, las definiciones podrían prolongarse al infinito. Anarquismo sería entonces una especie de saco lleno de fórmulas dispares etiquetadas como anarquistas. Las puertas quedan abiertas a cualquier deriva, bien sea reformista, individualista, católica, comunista, nacionalista, contemplativa, mística, conspirativa, vanguardista, etc. Sobre el atolondramiento buenrollista en los medios libertarios consecuente con tal diversidad podíamos concluir igual que el autor o los autores del folleto “De la miseria en el medio estudiantil” (1966) sobre los componentes de la Fédération Anarchiste: “Esa gente lo tolera efectivamente todo, puesto que se toleran entre sí.” El panorama no es halagüeño, pues en los tiempos que corren la comprensión de los fenómenos sociales y las ideologías que los acompañan depende mucho de pensarlos adecuadamente, o sea, desde la perspectiva que proporciona el conocimiento histórico. Aún hoy, el anarquismo no carece de intelectuales honestos y competentes aptos para la tarea. Sin embargo, la característica más común de los anarquismos posmodernos, los que navegan en la posverdad y repudian la coherencia, es el rechazo de dicho conocimiento. Es más, según tal tipo de anarquismo, el pasado ha de ser intervenido desde el presente, en tanto que baúl de recursos estéticos, en consonancia con la normativa lúdica, la gramática transgénero y los hábitos gastronómicos que impone la moda. El compromiso, por lo demás, es efímero. En fin, hete aquí, con la voluntariosa excepción de algunos núcleos sindicalistas, al anarquismo reducido a fenómeno de feria de libro. Nosotros, que bogamos en dirección contraria, intentaremos explicar esa constante aspiración a una organización social sin gobierno, luego sin Estado, sin autoridad separada, remitiéndonos a sus orígenes allá donde se encuentran, en los sectores radicales de las revoluciones populares del siglo XIX.
En principio, habremos de superar la manía de algunos ideólogos anarquistas, empezando por Kropotkin, Reclus, Rocker y el historiador Nettlau, de descubrir ancestros en todos los momentos de la historia y en todos los lugares. Bajo ese punto de vista el anarquismo no sería una idea nueva, sino algo tan antiguo como la humanidad, perenne, eterno, inscrito en el ser biológico de la especie humana. Anarquistas serían pues Diógenes el cínico y Zenón el Estoico, Lao Tse, Epicuro, Rabelais, Montaigne o Tolstoi. Trazos libertarios se encontrarían en las comunas medievales, en los Diggers ingleses, en el liberalismo filosófico de Spencer y Locke, en la obra política de Stuart Mill y William Godwin, en cualquier alteración del orden establecido… No tenemos nada que objetar a ello, pero denunciamos el intento latente en este planteamiento anti-histórico de fabricar una ideología interclasista, y negar al movimiento obrero su papel decisivo en la génesis de las ideas anarquistas. Eso tenía efectos desastrosos en la práctica antiautoritaria. Los promotores y defensores de esta tesis trataban de trascender la realidad social no mediante intervenciones prácticas en la esfera político-social, sino a través de la propaganda, mediante un intenso esfuerzo de educación de masas que pudiera suscitar una evolución gradual de la mentalidad popular hacia niveles de conciencia elevados. Para los propagandistas educacionistas, sobre todo para los más inmovilistas y apoltronados, -pongamos por ejemplo Abad de Santillán- el anarquismo era simplemente “un anhelo humanista”, la denominación nueva de “una actitud y una concepción humanista básica”, una doctrina no específica ni concreta, un vago ideal ético que siempre había existido, que se daba en cualquier clase social y que –añadía Federica Montseny- había encontrado en la Península Ibérica la tradición, el temperamento racial y el amor fiero por la libertad en mayor abundancia que en ninguna otra parte. En el prólogo a un libro del estatalista Fidel Miró, decía Santillán con calculada ambigüedad que “el anarquismo pretende la defensa, la dignidad y la libertad del hombre en todas las circunstancias, en todos los sistemas políticos, de ayer, hoy y mañana […] no está ligado a ningún tipo de construcción política, ni propone sistema que los sustituya.” Así pues, no era un proyecto homogéneo sino plural, híbrido, sobre cuyos fundamentos, fines y estrategias de realización, si hemos de creer al sospechoso Gaston Leval, que proponía dar una “base científica” al anarquismo. reforzando el realismo “constructivo” en política y economía, no existía acuerdo alguno “en los teóricos más capaces de este ramo” (“Precisiones del Anarquismo”, 1937.) Las especulaciones de los mayores referentes del anarquismo ortodoxo en la España de 1936 desembocaban en los tópicos del liberalismo político, lo cual es comprensible tal como ilustró la extrema adaptabilidad de sus convicciones a los principios y las instituciones burguesas republicanas.
Rudolf Rocker veía en el anarquismo la confluencia de dos corrientes intelectuales propulsadas por la Revolución Francesa: el socialismo y el liberalismo. Señalemos que una era proletaria, la otra, burguesa. No obstante, dicha confluencia no constituía un sistema social fijo sino “una tendencia clara del desarrollo de la humanidad que […] aspira a que todas las fuerzas sociales se desenvuelvan libremente en la vida” (“El anarcosindicalismo. Teoría y práctica.”) Albert Libertad, el editor de la revista individualista “L’Anarchie”, no se conformaba con eso: “Para nosotros, el anarquista es quien ha vencido en él las formas subjetivas de la autoridad: religión, patria, familia, respeto humano o lo que se quiera, y que no acepta nada que no haya pasado por el tamiz de su razón tanto como sus conocimientos le permitan.” La anarquía no podía ser más que “la filosofía del libre examen, la que no impone nada por la autoridad, y que busca probar todo por el razonamiento y la experiencia.” Para Sebastián Faure, la anarquía “como ideal social y como realización efectiva, responde a un modus vivendi en el cual, desembarazado de toda sujeción legal y colectiva que tenga a su servicio la fuerza pública, el individuo no tendrá más obligaciones que las que le imponga su propia conciencia.” Su compadre Janvion declaraba que el anarquismo era “la negación absoluta de la autoridad del hombre sobre el hombre”; Emma Goldman llegó más lejos consagrando al individuo como medida de todas las cosas: “El anarquismo es la única filosofía que devuelve al hombre la conciencia de sí mismo, la cual mantiene que Dios, el Estado y la Sociedad no existen, que son promesas vacías y sin valor, ya que pueden ser logradas solo a través de la subordinación del hombre.” Aunque de manera abstracta, aludìa a temas como la producción y el reparto, sin concretar. En su librito “Anarquismo. Lo........
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