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Maldad y capitalismo

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30.09.2024

I

Nunca en la historia se cometieron tantos hechos violentos, sanguinarios, monstruosos, como ahora con el capitalismo. Nunca se había llegado a una barbarie como la actual”, puede escucharse con un profundo aire de consternación. En consonancia con eso, el Premio Miguel de Cervantes, el colombiano Álvaro Mutis, expresó atribulado: “Después de Auschwitz, de Hiroshima, del apartheid en Sudáfrica, no tenemos ya derecho de abrigar ilusión alguna sobre la fiera que duerme en el hombre… La asoladora propagación de los medios electrónicos alimenta generosamente esa fiera”. Ahora bien: ¿no hubo otros Auschwitz a través de la historia? En realidad, siguiendo a Hegel, es sabido que “la historia de la humanidad es un altar sacrificial” -siempre anegado de sangre, agreguemos-. No caben dudas que el sistema capitalista, y el desarrollo científico-técnico que el mismo permitió, están ahora en condiciones de destruir completamente el planeta. La violencia sangrienta del látigo de antaño se trocó ahora por “látigos electrónicos”, más eficaces a la hora de infligir dolor, y más certeros (controlan más a las masas los medios masivos de comunicación que los tanques de guerra). Es imposible decir que ahora los humanos somos más despiadados que antes: ahora hay leyes que, medianamente, protegen la vida, regulan la eutanasia, la diversidad sexual, los atropellos varios. Hasta la guerra está regulada por normas (Convención de Ginebra), y por numerosos tratados bi y multilaterales. Lo que sucede es que el grado de capacidad humana es infinitamente mayor que en tiempos pasados. Ninguna civilización del pasado, violenta, invasora, abusiva (los chinos, los persas, los mayas, los zulúes, los romanos, etc.) pudo llegar a tener el poder de terminar con toda la humanidad; el capitalismo actual, liderado por unos pocos capitales del Norte, sí.

No debemos dejar de considerar que la violencia no es un cuerpo extraño que nos invade, algo explicable desde lo psicopatológico: está en la constitución misma del fenómeno humano. Se la encuentra atravesando toda la cotidianeidad. Va indisolublemente de la mano de los conceptos de conflicto y poder. El parapeto que puede minimizar su presencia es la ley; es decir: un código consensuado que establece normas de convivencia. La ley, que no siempre y necesariamente es justa (“La ley es lo que conviene al más fuerte”, decían los griegos de la antigüedad), ordena el mundo. Las leyes, en tanto instituciones que norman la vida, cambian a través del tiempo; no hay leyes inmutables, eternas. Lo que sí, es imprescindible que existan para inaugurar la dimensión humana. Su ausencia es el primado absoluto de la violencia; en la guerra se permite -y se premia- matar, pero en épocas de paz, está prohibido. En la actualidad, si bien se avanzó mucho en materia de legislaciones que regulan el comportamiento humano, la violencia sigue estando siempre presente, a través de distintas manifestaciones y con efectos en todos los casos nocivos. El mundo es infinitamente más complejo que “buenos” (no-violentos) y “malos” (violentos), grosero maniqueísmo al que nos habituó Hollywood. Hay que entender la violencia en el marco de la conflictividad que marca todo el fenómeno humano, con el poder como un eje dominante.

La realidad humana, en términos histórico-sociales, no puede abordarse desde el concepto biológico de homeostasis (equilibrio). Nuestra condición en este campo está marcada por el conflicto, por la lucha, por la desavenencia. Ello es producto de la manera en que esa cría ingresa en el orden simbólico que la constituye como un ser humano, a partir de una tensión originaria que siempre podrá hacer ver al otro -además de compañero- como posible rival. En otros términos, no podemos considerar a la violencia como un elemento “maligno” en sí mismo, casi como una “esencia”, sino en una dialéctica y compleja relación con los otros elementos de la tríada: el conflicto y el poder, distintivos........

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