En el último año del pregrado, el barbudo y corpulento profesor de inteligencia artificial (IA), Chris Atkeson, cuyo trabajo con ‘robots blandos’ luego inspiraría el personaje de Disney Baymax, nos puso una tarea sisífica: escribir un programa que identificara rostros humanos.

Contando solo con nuestros tiernos conocimientos, los relativamente rudimentarios recursos técnicos de la época y dos semanas de plazo, era un encargo abocado al fracaso. Un ejercicio que, más que soluciones funcionales, quizás, buscaba evaluar la creatividad de nuestra aproximación al problema. Y así fue: todos entregamos un producto que, con mayor o menor dignidad, hacía la tarea a medias. A medias es un decir.

Desde entonces han pasado 25 años, que son siglos en el mundo de la computación. Hoy, el reconocimiento facial es una tecnología madura. Miles de millones de personas lo usan múltiples veces al día para desbloquear sus teléfonos o etiquetar sus fotografías. Pero este adelanto, tan práctico y cotidiano, encierra riesgos que no es exagerado llamar totalitaristas.

Para entender por qué, comparémoslo con otras herramientas biométricas comunes: el escaneo de huellas y el reconocimiento de iris. El primero lo usan bancos y autoridades electorales; el segundo, los filtros de migración en los aeropuertos.

Ambos sistemas pueden ser explotados por entes malintencionados para perfilar personas, pero tienen una diferencia crucial frente al reconocimiento facial. La lectura de huellas u ojos requiere la cercanía física del sujeto, mientras que el reconocimiento de caras se puede hacer a distancia, con una cámara discreta, sin su consentimiento o conocimiento.

Eso implica un cambio radical en nuestras expectativas de privacidad en el espacio público. Hoy, cualquier Estado fisgón, si se lo propone, puede hacer seguimientos masivos a sus ciudadanos. China ya lo hace. Y si complementamos el reconocimiento facial con IA, que sabe leer labios e interpretar emociones en las caras de la gente, el potencial de invasión a la intimidad es tenebroso.

En Colombia, donde, mientras el mundo debate sobre IA y bioingeniería, todavía pensamos que el futuro consiste en hacer la reforma agraria, no estamos discutiendo seriamente estos temas. De hecho, le hemos cedido al Estado, por medio de la facturación electrónica, información en tiempo real no solo sobre el importe total de nuestras compras, que la Dian necesita para hacer su trabajo, sino sobre el detalle de estas: qué productos y servicios exactamente, en qué cantidades y a qué horas. Esa es otra manera de delatar nuestros gustos, anhelos, inseguridades, miedos y necesidades. Una intimidad telegrafiada por patrones de consumo.

A través de cruces de información, el potencial para abusos, perfilamientos, seguimientos y acosos es inmenso e inminente. Y que no se crea que esos abusos solo puede perpetrarlos el Estado, en cuyo caso los más ingenuos dirán que no hay nada de qué preocuparse, pues “al Estado siempre se lo puede limitar”. La tecnología está al alcance de particulares también. Y, de cualquier manera, en Colombia la inteligencia estatal ha sido puesta al servicio de privados en múltiples ocasiones.

El Gobierno actual da mucho de qué hablar por sus escándalos y descaches, asuntos que sin duda merecen nuestra atención. Pero, mientras nos miramos el ombligo, en el mundo están ocurriendo transformaciones profundas. Una de ellas acecha en el nexo entre tecnología y privacidad, entre vigilancia e intimidad. Debemos debatir cómo, en el marco de la Constitución, elevamos protecciones al artículo 15 de ese texto, para que gobiernos futuros, cualesquiera que sean sus signos ideológicos, no se aprovechen de nuestra desaprensión para controlar sin cortapisas a toda la sociedad.

THIERRY WAYS
En X: @tways
tde@thierryw.net

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14.01.2024

En el último año del pregrado, el barbudo y corpulento profesor de inteligencia artificial (IA), Chris Atkeson, cuyo trabajo con ‘robots blandos’ luego inspiraría el personaje de Disney Baymax, nos puso una tarea sisífica: escribir un programa que identificara rostros humanos.

Contando solo con nuestros tiernos conocimientos, los relativamente rudimentarios recursos técnicos de la época y dos semanas de plazo, era un encargo abocado al fracaso. Un ejercicio que, más que soluciones funcionales, quizás, buscaba evaluar la creatividad de nuestra aproximación al problema. Y así fue: todos entregamos un producto que, con mayor o menor dignidad, hacía la tarea a medias. A medias es un decir.

Desde entonces han pasado 25 años, que son siglos en el mundo de la computación. Hoy, el reconocimiento facial es una tecnología madura. Miles de millones de personas lo usan múltiples veces al día para desbloquear sus teléfonos o etiquetar sus fotografías. Pero este........

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