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El fin de “una” izquierda

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Deben existir al menos dos izquierdas. Una materialista, orientada a la redistribución, al trabajo, a la seguridad y a la soberanía. Y otra forma de progresismo, centrada en la diferencia, el reconocimiento, los derechos humanos y las luchas culturales.

La izquierda está entrando a pabellón. No por un accidente, ni por un error puntual, sino por una condición crónica que las varias derrotas electorales de los últimos años han dejado al descubierto con una crudeza difícil de eludir. En la Convención, de modo paradigmático, se intentó que todas las luchas hablaran a la vez y bajo una sola voz. Lo que apareció no fue una síntesis virtuosa, sino un organismo que terminó atacándose a sí mismo: una dinámica autoinmune. Y ese episodio –más que cualquier diagnóstico posterior– mostró con claridad algo que el progresismo aún se resiste a asumir: el proyecto de una sola izquierda, capaz de integrar redistribución material y reconocimiento identitario, llegó a su límite histórico.

Esa constatación explica, además, por qué la derecha se mueve con ventaja en el escenario actual. La política no premia la complejidad ni la ambivalencia. La derecha lo sabe desde siempre. Por eso, más que resolver sus contradicciones, las esconde, las minimiza o simplemente se niega a exhibirlas.

Así lo volvió a hacer, una vez más, al instalar sin fisuras la noción de “Gobierno de emergencia”: con ello se limpió sin esfuerzo de la contradicción entre el interés y bien común y universal (según las encuestas) y un programa cultural conservador particularista. Esa lección la aprendió Republicanos rápidamente luego del fracaso del segundo proceso constitucional. La izquierda, en cambio, ni siquiera identifica su enfermedad, pero sufre de los síntomas (las múltiples derrotas).

La derecha ha comprendido algo elemental: a ella no se le exige reflexión, se le exige certeza, coherencia, una línea clara. Cuando deja de ofrecer eso –cuando se vuelve ambivalente, dubitativa, liberal en el sentido político del término– también fracasa. Ahí está Evópoli como ejemplo: en el momento en que intentó combinar mercado con derechos, orden con matices, conservadurismo económico con liberalismo cultural, dejó de ser una promesa y pasó a ser irrelevante. En política, la ambivalencia no es virtud: es debilidad.

El triunfo de Kast se entiende mejor en ese marco. El triunfo de Kast no es el de un líder y un programa sofisticado; lo sabemos. Es el triunfo de la no-contradicción. De la afirmación seca, sin fisuras. De la idea de que el mundo es simple y que quien lo complica es sospechoso. Frente a eso, la izquierda comparece en clara........

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