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Apartheid Organizacional | Por: Arianna Martínez Fico

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18.12.2025

Estoy en mis cincuenta. De hecho, más cerca ya de los sesenta que de los cincuenta. Y estoy en mi mejor momento. Más lúcida. Más presente. Más entrenada para sostener tensiones, leer contextos y anticipar escenarios. He acompañado a cientos de líderes, equipos y personas en transición y sé reconocer cuando la experiencia comienza a destilarse en sabiduría. Lo siento en mí, y lo veo en otros.

Etariamente, pertenezco al grupo del que quiero hablar en este artículo, pero hay una distinción importante: soy autónoma, por ende, no he vivido en primera persona esa sensación de “descarte” que tantos profesionales empleados me han confiado. Mi vulnerabilidad no viene de una nómina que podría desaparecer, sino de un sistema que no está diseñado para vidas longevas ni carreras extendidas.

Quizá por eso mi mirada no nace de la victimización, sino de la observación, la escucha, y de un lugar que para mí ya se ha vuelto habitual: la frontera.

Viviendo en España, he visto algo que me inquieta profundamente: profesionales brillantes- entre los 50 y 60 años- con décadas de aportes, desplazados con una delicadeza que duele más que el despido directo. Apartados sin explicaciones, reemplazados sin transición, invisibilizados con silencios que todos sienten pero nadie admite.

He oído, una y otra vez, la misma escena: personas que forman parte del talento más experimentado del país y que, sin embargo, sienten que “ya no encajan”. No porque hayan dejado de aportar, sino porque el sistema laboral no sabe qué hacer con ellos.

Lo llamo apartheid organizacional. No porque exista una ley explícita, sino precisamente porque no la hay. Opera en lo tácito, en lo sutil, en los filtros que no figuran en ninguna estadística. Por ejemplo, muchos headhunters reciben instrucciones no escritas “no nos traigas candidatos mayores de 45”.

No conozco un indicador oficial que mida el edadismo laboral en España, pero quienes trabajamos cerca de las personas sabemos que el silencio estadístico también es una forma de discriminación. Aunque no se mida, existe y duele.

Este artículo nace de ese borde incómodo. De ese lugar donde no tengo respuestas acabadas, pero sí la sensación clara de que estamos frente a una conversación de frontera, una que marca el tránsito entre una era que se acaba y otra que aún no sabemos cómo construir.

España es uno de los países con mayor longevidad del mundo. La esperanza de vida actual ronda los 84 años (más de 86 para las mujeres). Más que un dato demográfico, es un cambio civilizatorio. Para quienes hoy tenemos más de cincuenta, la matemática es clara: probablemente viviremos 25 o 30 años más. Y aquí aparece la primera gran fractura entre demografía y realidad laboral: vivimos vidas de 90, pero muchas carreras terminan antes de los 60.

Ni siquiera estamos ante el modelo antiguo de jubilación a los 65, sino ante expulsiones tempranas disfrazadas de reorganización, transición, automatización o “cambio generacional”. Un desacople profundo entre la biología y el sistema laboral. Entre lo que somos y lo que las estructuras aún no saben sostener.

Esto se vuelve especialmente evidente cuando miramos la longevidad real, no idealizada. Pienso, por ejemplo en Odilia -mi primera coach y hoy amiga del alma- una mujer brillante, lúcida, talentosa, con una sabiduría que ningún máster enseña. Su energía ya no es la de alguien veinte años menor -y es natural-, pero su capacidad de comprender, orientar y aportar sentido sigue siendo inmensa. Sin embargo, veo cómo, a pesar de ese valor, su presencia en el mercado se vuelve más frágil, condicionada y dependiente de variables superficiales. No porque haya dejado de aportar, sino porque el sistema no sabe cómo integrar........

© Diario de Los Andes