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Berlín, capital del fin del mundo

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16.07.2024

En el verano de 1981 llegué a vivir en Berlín Oriental con una idea bastante borrosa de la ciudad. Nueve años de Colegio Alemán, incontables programas de Combate, un par de discos de Lou Reed y David Bowie, películas donde un inevitable Fritz se colocaba el monóculo para contemplar fotogénicas batallas y la mitología derivada de Adiós a Berlín, sugerían un sitio suficientemente contradictorio para ser irresistible.
Imaginé un cabaret con teléfonos en cada mesa y la voz empapada de aquavit de una mujer de uñas verdes y maquillaje expresionista.
El folclore de mi destino de aterrizaje se completaba con documentales de la DEFA: el incendio del Reichstag, un rosario de bombas sobre la ciudad, la bandera roja en la cima de un edificio en ruinas.
A mis amigos de entonces Berlín les parecía un desastre digno de visitas pero no de mudanza. Ellos querían viajar a París para agregarle otro capítulo a Rayuela y descubrir en sus rectos bulevares "las secretas aventuras del orden" que Borges encontró en la prosa de Valéry. Berlín era una meta inusual: la frontera donde el Pacto de Varsovia y la OTAN se rozaban con las yemas de los dedos.
En esa época sólo las aerolíneas de los aliados podían aterrizar en el aeropuerto de Tegel, en Berlín Occidental, y debían seguir un estricto corredor aéreo. Viajé en Pan Am y lo que vi desde la ventanilla hizo que todas las prenociones de Berlín se disolvieran en favor de una que no he mencionado. A través de jirones de bruma, descubrí el Muro mojado por la lluvia, y recordé el libro que me sirvió de bitácora de vuelo: El espía que surgió del frío, de John Le Carré.
Una cadena de casualidades (la más importante: nadie quería el trabajo; mi puesto había tenido tres ocupantes en tres años) me convirtió en agregado cultural de la embajada de México en la RDA. Durante tres años me dedicaría a buscar pistas de intriga internacional con el presunto afán de llevarlas a una novela. Pero sólo supe que conocí a un espía cuando ya había dejado de tratarlo. Martin Winkler era el funcionario más sociable de la sección de América Latina del Ministerio de Asuntos Exteriores. Se parecía a Paul Newman y volvía locas a las secretarias de la embajada. Jamás me hizo una pregunta política comprometedora, contaba chistes sobre el tortuguismo socialista e imitaba con destreza el acento de la nomenclatura del Partido Socialista Unificado de Alemania (el afán de imitar a Erich Honecker había llevado a una delirante fonología: todos los políticos hablaban como sajones). Cuando lo nombraron encargado de negocios de la embajada de la RDA en Uruguay, le hice una fiesta de despedida en la que desaparecieron dos sacacorchos y un diablo de Ocumichu. Sólo culpé a Martin del hurto cuando pidió asilo en la embajada de Estados Unidos en Argentina: la RFA acababa de descubrir la extensa red de espionaje de la RDA.
En 1988 regresé a Berlín y mi amigo Gerd me aconsejó solicitar mi expediente en la Seguridad del Estado de la RDA. La misma aventura burocrática había causado severos daños entre algunos conocidos; los archivos revelaban que sus más cercanos familiares habían conspirado en su contra. Uno de cada tres habitantes de la RDA era "informador no oficial" de la Staasi. El aluvión de acusaciones era tan copioso que algunas actas sólo comprometían al tedio. Como narra Thomas Brussig en su novela Héroes como nosotros, muchos informes no sólo eran inofensivos sino idiotas, y nadie los leía. Una vez desatada, la marea de delaciones rebasó la curiosidad del Estado y convirtió la denuncia en el más banal de los géneros literarios: "Udo tomó café con Inge…"
El verdadero impacto informativo de la Staasi ocurrió después de la caída del Muro, cuando los ciudadanos tuvieron derecho a conocer su existencia rigurosamente vigilada.
El benévolo Gerd confía en que mi antigua vida en la RDA volverá a flote con suficiente interés para producir la novela berlinesa que he sido incapaz de escribir y suficiente suavidad para no decepcionarme de mi círculo más íntimo. En pocas palabras, me convenció de buscar mi expediente.
En diciembre de 1998 entré a una oficina que conserva el mobiliario de madera prensada y las lámparas con pantalla de hongo de plástico de la RDA. Una señora de cabellos blancos y voz letárgica me explicó que dos millones y medio de solicitudes antecedían a........

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