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Preguntas al futuro de México

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08.05.2024

Escribió Jan Patocka que "el problema de la historia no puede ser resuelto. Debe subsistir."1 Lo mismo podríamos decir del problema del futuro: es un problema que no debe ser resuelto; una pregunta que debemos enunciar infatigablemente pero nunca contestar. Sólo preguntando podemos responder a las preguntas del futuro.
La historia, que no tiene libreto, tampoco tiene adivinos. Creer que el enigma puede resolverse ha sido la más costosa arrogancia de nuestro siglo. Filósofos, revolucionarios, místicos o ingenieros han creído tener la estampa del futuro en su mano: con esa imagen han llegado a suprimir los derechos de los vivos y han razonado la fecundidad de la muerte. Lo advertía Octavio Paz en Posdata: "aquel que construye la casa de la felicidad futura edifica la cárcel del presente". Paz tenía razón, pero lo contrario también es cierto: quien no anticipa lo que vendrá termina arruinando la casa del presente. Sobrevivir es anticipar. Invento de todos los días, brújula indispensable, coartada terrible, el futuro es también nuestro deber. No podemos habitar plenamente el presente sin percibir lo que se anuncia, sin palpar lo que se ensaya. El revés de la conocida fórmula de Santayana es igualmente grave que su conocida sentencia: quien se atreva a olvidar el futuro está condenado a estrellarse con él. Así, hay que contestar con preguntas a las preguntas del futuro. La mirada que se lanza al futuro sólo puede ser mirada que interroga.
Sabemos que el México del siglo que nace será un país crecientemente urbano, que envejece y se mueve intensamente dentro y fuera del territorio nacional. Al cumplirse el bicentenario de la Independencia, México tendrá más de 120 millones de habitantes; ocho de cada diez de ellos vivirán en la ciudad. El rostro de México empezará a encanecer: los mexicanos serán más viejos que hoy porque vivirán más y porque la tasa de crecimiento poblacional seguirá descendiendo. Un bebé mexicano que nazca en el año 2030, tendrá una esperanza de vida de casi ochenta años (diez años más que el bebé que nació hoy). Es probable que empiecen a sobrar salones de escuela y falten camas de hospital. Aparecerá también un nuevo nomadismo mexicano. De hecho ya empieza a instaurarse esta cultura del desplazamiento que aparta y desarraiga. Nuevos centros urbanos, industriales que atraen a miles y miles de brazos, que chupan capital y energía de trabajo. Las familias tendrán menos hijos, las madres trabajarán crecientemente fuera de casa, cada vez más niños conocerán a sus bisabuelos aunque posiblemente los verán poco: vivirán en una ciudad que está lejos del lugar en el que nacieron sus abuelos.
Urbana, entrecana, inquieta, la sociedad mexicana seguirá siendo lo que ha sido siempre: desigual. México puede estarse despidiendo de muchas costumbres políticas pero no le está diciendo adiós a la injusticia. Por muy optimistas que sean nuestras expectativas de crecimiento económico, el basamento de injusticia seguirá firme, inalterable. Las últimas décadas del siglo xx fueron tiempos felices para los más ricos pero, con sus reiteradas tribulaciones políticas y económicas, fueron al mismo tiempo azotes terribles para la clase media y eficaces multiplicadores de pobres. Si dije que dentro de treinta años un mexicano tendrá una esperanza de vida de cerca de ochenta años, debo añadir que para muchas mujeres del México rural seguirá siendo un peligro dar a luz. Si dije que las familias mexicanas tenderán a ser más pequeñas, debo agregar que las familias de los indígenas y los habitantes del campo seguirán teniendo la dimensión que tenían hace cincuenta años. Podemos imaginar para el futuro un México que encuentra el trampolín de la modernización y otro que se atora en sus atrasos ancestrales. Un país que se acomoda y se acostumbra al tedio de la regularidad democrática y otro país que sigue siendo presa de caciques y jefecillos. Un país que aprende a caminar por los rieles de la ley y otro que vive bajo el imperio de la........

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