Orígenes de la intolerancia mexicana
Mímesis
La noción de la Reforma como el “tiempo-eje” de la historia moderna mexicana es un hallazgo de Luis González y González. A partir de las reflexiones de Karl Jaspers, nuestro inolvidable maestro explicaba que el cambio que experimentó el país en aquella “gran década nacional”, aunque menos violento que el de 1810 a 1821, fue más profundo y perdurable. La Independencia apartó la rama americana del tronco político español pero dejó casi intocadas muchas ideas, creencias, costumbres, instituciones y tradiciones de los tres siglos virreinales; España se fue, pero lo hispánico quedó, y quedó también, tanto o más que la lengua, la más venerada de las tradiciones: la Iglesia.
Al modificar la matriz teológico-política de México, la Reforma dio un giro radical que la distinguió de otras experiencias iberoamericanas (como el caso de Colombia) y la acercó a la experiencia política e intelectual europea, en particular a la francesa; al separar las dos antiguas Majestades, al tocar los derechos y los bienes de la Iglesia, al acotar sus vastas tareas en este mundo y aun su ministerio hacia el otro, la Reforma dividió la historia mexicana en un antes y un después; fue, en efecto, el “tiempo-eje”.
Todos estos son hechos bien conocidos; pero la Reforma fue nuestro “tiempo-eje” también en otro aspecto más sutil e inadvertido, un proceso de largo aliento que podríamos llamar de “mímesis” mediante el cual el naciente Estado liberal fue adquiriendo desde un principio (desde 1860, por lo menos) los rasgos de intolerancia que caracterizaron, en el gozne del siglo XIX, a la Iglesia mexicana vinculada estrechamente, acaso como nunca antes, al Vaticano; y no a cualquier Vaticano sino al de Pío IX, es decir, al papado de mayor radicalidad ultramontana en aquel siglo. Esa intolerancia frente a la Constitución de 1857 (condenada antes de promulgarse por el Papa, y cuya juramentación castigaron los obispos con la excomunión) fue –no solo en la versión liberal de la historia, también en la moderada, en ciertos textos conservadores y en autores académicos contemporáneos– la causa principal del estallido de la guerra. El liberalismo católico, tolerante y moderado, que había predominado en el Congreso, se hundió en la historia. Entre 1858 y 1860 quedaron frente a frente –como evocaría López Velarde– “los católicos de Pedro el Ermitaño” y “los Jacobinos de la era Terciaria”, odiándose “unos a otros con buena fe”. Buena fe que era mala fe, mala fe que consistía en no dialogar, no discutir, no escuchar, no negociar; mala fe que consistía en suprimir. Tras la promulgación de las Leyes de Reforma y el fugaz triunfo liberal, la Intervención francesa y el Imperio ahondaron aún más los odios teológicos. En este contexto, el liberalismo reformista de Maximiliano –desconcertante para sus primeros aliados y para la Iglesia– no hizo más que atizar la hoguera.
El proceso de “mímesis” siguió su camino. Lo moderó apenas la Restauración de la República pero se reabrió en tiempos de Lerdo de Tejada. Durante el Porfiriato la Iglesia y el Estado no dialogaban de manera abierta, no eran sino entidades encontradas, en actitud de forzada o mustia conciliación. A semejanza de la Historia Sacra, el Estado –con Justo Sierra como Sumo Sacerdote– construyó su credo patrio y su santoral. La Revolución pobló con nuevos héroes el mismo cielo pero fue mucho más lejos: reabrió las heridas. Y la posrevolución reabrió la guerra. En periodos de radicalismo extremo, los antiguos inquisidores pasaron a ser juzgados, y los antiguos perseguidos se volvieron persecutores. La “mímesis” encontró nuevas variantes: el Estado buscó suplantar a la Iglesia en campos como la salud y la asistencia, que habían sido de su exclusiva jurisdicción. En los años treinta, un lúcido ensayista, Jorge Cuesta, se refirió a los afanes educativos del Estado (que en tiempos de Vasconcelos había tenido un sentido genuino de evangelización cultural) como una “nueva clerecía”, imperiosa y catequizante. Aunque el péndulo osciló hacia la conciliación, en 1968 el Estado –en un momento de autoritarismo inquisitorial– reprimió a la disidencia estudiantil. Al poco tiempo, en los años setenta, Octavio Paz, advirtió una nueva y desconcertante mutación del mismo virus político-teológico: el tránsito de la intolerancia religiosa de derecha a la intolerancia ideológica de izquierda:
Muchos años más tarde, los intelectuales revolucionarios de izquierda mostraron la misma intolerancia de los clérigos de la Contrarreforma. En un caso, la verdad revelada; en otro, la verdad revolucionaria: dos absolutos y dos inquisiciones.
La idea del “tiempo-eje” adquiere entonces una dimensión inesperada. El legado de la Reforma se vuelve paradójico. Nos dejó grandes bendiciones cívicas, pero vertió el viejo vino de la intolerancia clerical en el odre nuevo de la intolerancia estatal e ideológica.
El tema, por lo demás, no es solo mexicano: es universal. La aspiración clave de la civilización occidental moderna ha sido la tolerancia; pero la intolerancia religiosa fue la manzana de la discordia de nuestro siglo XIX; la intolerancia ideológica fue
la manzana de la discordia en el siglo XX, y para nuestra absoluta perplejidad, la intolerancia religiosa ha vuelto a ser la manzana de la discordia del siglo XXI.
Escarceos teóricos
Los Sentimientos de la Nación (1813), esa profecía moral de nuestro tiempo, constituye a la vez el documento fundador de la intolerancia de cultos en el México independiente. La religión católica había de ser la única, sin tolerancia de ninguna otra. La prescripción pasó a la Constitución de Apatzingán de 1814. Pero diez años más tarde, Andrés Quintana Roo –quien había redactado aquel célebre texto junto con Morelos– escribe un memorando en el que solicita la discusión de la tolerancia religiosa en el Congreso Constituyente: “La intolerancia religiosa, esta implacable enemiga de la mansedumbre evangélica, está proscrita en todos los países, en que los progresos del cristianismo se han combinado con los de la civilización y las luces para fijar la felicidad de los hombres.”1
El documento se hizo público y provocó un escándalo que obligó a su autor a retirarse de la ciudad de México. Al poco tiempo, en una carta dirigida al papa León XII, el presidente Guadalupe Victoria ponía en sus manos el texto de la Constitución de 1824 que confirmaba y reafirmaba a México como un territorio donde la única religión admitida era la católica: “La religión de la nación mexicana es y será perpetuamente la católica apostólica romana. La nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra”.
El debate sobre la tolerancia comenzó a prender lentamente. Dos décadas después, recordando la asamblea en 1823, Carlos María de Bustamante –fundador de la historia patria como una historia sacra– escribía en su Cuadro histórico de la Revolución Mexicana: “Cómo podremos oír sin devorarse las entrañas que enfrente de una iglesia católica donde se adora a Jesucristo haya una sinagoga en donde se le maldiga.”2 También fray Servando Teresa de Mier consideró que la tolerancia era inapropiada para México por razones teológicas (“nuestra religión es teológicamente intolerante, porque la verdad no puede ser más que una”) y por razones, digamos, democráticas (“como la [nación] nuestra no la quiere, por eso no la debe haber entre nosotros”).3 En cambio, José Joaquín Fernández de Lizardi, “El Pensador Mexicano”, publicó en 1825 un alegato literario en favor de la tolerancia. En las deliciosas Conversaciones familiares del payo y el sacristán4, Lizardi consigna que la intolerancia vuelve imposible la inmigración. En boca del Payo, señala la anómala situación: ¿por qué si Francia, Gran Bretaña, Prusia, Rusia e incluso Roma practicaban en los hechos la tolerancia, México no? Imaginemos –dice– a un protestante inglés en México que no se arrodilla frente al Santísimo y que los mexicanos, observando semejante desacato, lo fusilan. “¿Qué pensaría usted –le pregunta al Sacristán– si lo mismo le ocurriera a Michelena, nuestro católico ministro de México en Londres, si hiciera lo propio frente a un templo protestante?”
En un sentido menos defensivo, más amplio y trascendente, José María Luis Mora defendió en 1827 la libertad y la tolerancia con argumentos en los que Jesús Reyes Heroles, en El liberalismo mexicano, encontró un “eco de Spinoza”:
Mientras no se establezca por base moral y civil la tolerancia política y religiosa, es decir, la seguridad perfecta de no ser molestado por exponer las propias opiniones; mientras los hombres que siguen determinados principios se crean con obligación o facultad de maldecir o perseguir a los que profesan doctrina diferente o contraria; finalmente, mientras no se generalice el hábito de sufrir la contradicción y censura ajena, es imposible la regeneración política de los pueblos, porque éstos no llegan a reformarse sino cuando los ciudadanos gocen de las garantías sociales.5
Tres años más tarde, el ecuatoriano Vicente Rocafuerte –fugaz representante de México en Gran Bretaña– explicó en su Ensayo sobre la tolerancia religiosa la fuerza dinámica de esa actitud de apertura y fustigó el anacronismo mexicano en el tema, no solo con respecto a Europa sino a Brasil, que la había instituido.6 Pero no todos los liberales de la época compartían estas nociones. Hacia 1831, en su Disertación sobre la tolerancia, Juan Bautista Morales adujo que la tolerancia era peligrosa porque ocultaba una agenda secreta: más que reeducar a la gente, lo que se pretendía con ella era instituir el protestantismo. Bautista acompañaba sus alarmas con un toque de celos nacionalistas: “¿Qué sucedería, si se permitiera la tolerancia de cultos? ¿Cuántos apostatarían de la religión, por obtener un destino, por lograr la protección de un rico, por congraciarse con alguna dama extranjera[…]?”7 Los liberales fluctuaban en sus convicciones. A pesar de la moción del doctor Mora en el sentido de suprimir el artículo relativo al catolicismo oficial y protegido, el Constituyente de 1823 lo pasó por alto. Por contraste, la Constitución de Yucatán de 1825 fue más abierta: “Ningún extranjero será perseguido, ni molestado por su creencia religiosa, siempre que respete la del Estado.”8
En 1834 –tras el derrumbe del proyecto secularizador de 1833– se publicó De la libertad de cultos y de su influencia en la moral y en la política. Se trata de un amplio y poderoso alegato jurídico, histórico, político, económico y teológico, escrito por José Fernando Ramírez (abogado duranguense que por aquellos años comenzaba a interesarse vivamente en la historia antigua de México) contra un opúsculo contemporáneo escrito tal vez por el obispo de Michoacán, Cayetano Gómez de Portugal. “La intolerancia –aduce Ramírez, en términos históricos– ultraja la razón y envilece al siglo XIX” y agrega: “Sin tolerancia de cultos no puede haber paz, dicha y libertad en la nación mexicana.” Su inversa, en cambio, fomenta la guerra: “La tolerancia nunca ha excitado una sola guerra civil, mientras que la intolerancia ha desolado al mundo y ha hecho retroceder los pueblos: testigo de ello la expulsión de los moros en España y la de los hugonotes en Francia.” En cuanto progreso material –apuntaba Ramírez– la intolerancia desalienta lastimosamente las olas migratorias que pudiesen revertirlo: “ha héchonos perder las numerosas emigraciones de los franceses y polacos en los últimos sucesos de Europa, y que si desde el año de 24 hubiéramos consignado en la Constitución la libertad de cultos, nuestro país fuera floreciente y no estaríamos envueltos en esa ominosa guerra que nos destroza a pretexto de defender la religión”. Pero acaso el interés mayor del texto, en términos intelectuales, está en su apelación al mensaje tolerante de los Evangelios y a ciertos pasajes de la Patrística. Así recuerda que san Atanasio “el mayor sabio y más justo de los escritores sagrados” escribió: “No es con dardos o con espada ni con mano armada como se predica la verdad: solamente deben emplearse para ello los consejos y la persuasión.” Cita a san Agustín: “Soportad a todos los otros como el Señor a vosotros.” Y da ejemplos de Constantino, que prohibió las ceremonias mágicas paganas, pero “no embarazó aquellas de que pudiera resultar algún bien” y que destruyó solo algunos templos en los que se “cometían abominaciones” pero “dejó subsistentes los otros”. “Hasta en los estados del Papa –apunta Ramírez– hay tolerancia, sin que por esto se les llame herejes. ¡Qué oprobio para la República Mexicana que, lisonjeándose de liberal e ilustrada, sea la última en abrazar instituciones que los monarcas absolutos y hasta los mismos turcos hace tiempo han adoptado!"9
Apasionada, informada, crecientemente compleja, aquella era todavía una batalla de ideas en la que, del lado liberal, privaba la ambigüedad. En 1837, el propio doctor Mora opinó que el tema de la liberad de cultos debía postergarse indefinidamente hasta que no hubiese mexicanos que profesaran otros credos. En el Congreso de 1842, una minoría de representantes propuso un voto por la tolerancia privada; el proyecto de constitución establecía que “la Nación profesa la religión católica, apostólica, romana y no admite el ejercicio público de otra alguna”, lo que abría la puerta al ejercicio privado de otros cultos. Pero la “tendencia a descatolizar al pueblo”, naturalmente, fracasó. Al sublevarse contra el Congreso el 14 de diciembre de ese año, el general Valentín Canalizo apuntó que “permitir la tolerancia privada de las demás sectas religiosas en un pueblo inocente, nuevo, y católico de todo corazón, es lo mismo que precisarlo á una lucha sangrienta, continua, interminable, justa, y con la esperanza de la corona de un martirio acoplada por la iglesia católica á los defensores de la Religión del Crucificado”.10 El congreso fue disuelto, su proyecto de constitución fue desechado, y las Bases Orgánicas de la República mexicana promulgadas en 1843 reiteraron: “La Nación profesa........
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