Demasiadas palabras volvieron loco a don Quijote. Su presencia, desmedida y sin control, almacenada dentro de los libros, como la pólvora acumulada al descuido en un arsenal, tuvo graves efectos. Innumerables palabras, vertebradas en sintáctica formación de combate, penetraron en su cerebro y lo embrujaron. Ama y sobrina temieron que su señor se convirtiera en poeta. Ya no sólo en lector, sino además en un forjador de versos sometidos a la matemática del ritmo y de la métrica. Para ello no hubiera habido cura posible. La potencia de la palabra es notable. Seamos cautos, porque es un poderoso elixir. Grisóstomo, el enamorado víctima de Marcela hasta la locura, fue al final de su agonía un cumplido poeta. El anónimo humanista, que acompañó a don Quijote hasta la cueva de Montesinos, también estaba a punto de enloquecer por excesivo amor a las letras. Por todas partes veía etimologías, siempre encontraba propicias ocasiones para versificar y para componer nuevas metamorfosis. Quería ser un renacido Ovidio.

Don Quijote no fue el único a quien el mucho leer condujo a la locura. En El entremés de los romances también ocurrió que demasiadas lecturas derritieron el seso a Bartolo, por culpa de lo cual, emprendió una extraña expedición en pos de honorables aventuras con su compañero Bandurrio. El viaje terminó con una monumental paliza, y el escarmentado regreso del loco. Quienquiera que fuera el autor, logró una historia verdaderamente quijotesca. Con los libros hay que llevar mucho cuidado. Por eso no puede compararse la modesta biblioteca del Caballero del Verde Gabán, con la sobrepoblada y fantasiosa biblioteca del hidalgo manchego, convertida en cenizas por el cura la noche del escrutinio.

Pero incluso ellos, los libros, con toda su dignidad, se arrodillan ante la palabra hablada. A ella han de recurrir si desean extenderse entre una población analfabeta. Pues las historias se representan en autos y en retablos de marionetas; aparecen en pinturas sobre las paredes de las ventas; se leen en voz alta para todos los que tengan el gusto de querer oírlas aunque no conozcan las letras para leerlas. Así el falso Sancho de Avellaneda ha escuchado (leída por otro) una novela de caballerías, que después refiere a su amo, excitando en este los viejos males de su locura. Y en la verdadera posada de Juan Palomeque, el cura lee para todos la historia, sabia y sorprendente, de El curioso impertinente.

Sancho, dentro de su ignorancia, es una fuente viva de palabras que va destilando en refranes y proverbios. Atesora en su mente retazos de una antigua sabiduría, acaso hecha jirones, pero que va de boca en boca, sin morir jamás. Una vez que el escudero, proverbial en todos los sentidos, fue promovido a gobernador de la ínsula Barataria, su palabra se hizo ley viva, ley sabia e inmortal. A cada trampa de sus burladores (que buscaban confundirlo con sofismas), replicaba con palabras de llana y buena sabiduría, porque su ignorancia en jurisprudencias importaba poco. Su familiaridad con el alma humana era mayor, y sus palabras concordaban con ese conocimiento. Los dichos de tal gobernador quedaron en la memoria de todos, como el recuerdo de un gobierno sabio y bueno, un gobierno de la palabra. Se convirtió en tradición. Porque hay una palabra inspirada, poderosa y buena. Don Quijote es elocuente, habla con sabiduría en sus momentos de lucidez. Podría predicar desde púlpitos y enseñar desde cátedras.

Y por fin, está la fama que recorre las naciones, la fama que envuelve en palabras eternas un buen nombre, que abre para él las puertas de los poderosos; que entre los humildes huéspedes de las posadas proclama grandes hazañas. Esa fama revive a los caballeros, que parecían extintos. Los compele para que salgan a buscar a don Quijote; a imitarlo, o incluso a batirse con él. Bien lo anunció Sancho cuando comprendió, presciente e inspirado, que algún día, imágenes y pinturas de sus dos patéticas figuras circularían por doquier; y que acaso, su recuerdo se extendería hasta la lejana China. Mil bocas confirman hoy día la celebridad de sus hechos. No hay mejor premio para tanta bondad. Su memoria vuela entre las gentes, y vivirá de día en día, mientras también vivan los siglos.

QOSHE - Las palabras que no pasarán - José Antonio Molina Gómez
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Las palabras que no pasarán

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14.12.2023

Demasiadas palabras volvieron loco a don Quijote. Su presencia, desmedida y sin control, almacenada dentro de los libros, como la pólvora acumulada al descuido en un arsenal, tuvo graves efectos. Innumerables palabras, vertebradas en sintáctica formación de combate, penetraron en su cerebro y lo embrujaron. Ama y sobrina temieron que su señor se convirtiera en poeta. Ya no sólo en lector, sino además en un forjador de versos sometidos a la matemática del ritmo y de la métrica. Para ello no hubiera habido cura posible. La potencia de la palabra es notable. Seamos cautos, porque es un poderoso elixir. Grisóstomo, el enamorado víctima de Marcela hasta la locura, fue al final de su agonía un cumplido poeta. El anónimo humanista, que acompañó a don Quijote hasta la cueva de Montesinos, también estaba a punto de enloquecer por excesivo amor a las letras. Por todas partes veía etimologías, siempre encontraba propicias ocasiones para versificar y para componer nuevas metamorfosis. Quería ser un renacido Ovidio.

Don Quijote no fue el único a........

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