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El marido imaginario (cuento)

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31.01.2024

Todos los diablos se cruzaron en el camino del periodista Mario Fernández, esa mañana. Los vio –o creyó verlos– cuando dejaba su casa camino de su acostumbrado desayuno tardío, en la terraza del Hotel Nacional. Eran una polvareda, un remolino de luces y cuernos en el mediodía cegador, un redoble de bronces y vientos desapareciendo en la callejuela lateral. Se quedó de piedra, en medio de la calzada, jadeando un poco, temiendo que la borrachera del día anterior se hubiera prolongado en uno de esos amaneceres sin resaca, sin “caña”, con que lo amenazaban bromeando sus amigos. (¿Sería este, por fin, ese amanecer en que, al despertar, la ebriedad seguiría allí para no irse más?). Desde alguna entretela de su cerebro que latía y ardía menos, la memoria le sopló otra respuesta: estaban ya en julio y esos diablos insólitos debían pertenecer a una de las cofradías danzantes que ensayaban para la fiesta religiosa que –como cada año– sobrevenía en el oasis por esas fechas. En cierto modo, los demonios celebraban un año más de su vida en Pampa Hundida. ¿Cuántos ya? No iba a aumentarse la jaqueca intentando contarlos. Lo único cierto, se dijo Mario, era que él había llegado por primera vez a la ciudad hacía demasiado tiempo, a punto de cumplir los 25 años, comisionado por un diario tabloide de Santiago para cubrir una de estas festividades. Llegó pensando, como hacen los jóvenes en todo, que venía de paso y no se quedaría. Y acá estaba, un cuarto de siglo después, frotándose el arañazo de esos trajes y máscaras multicolores en las retinas irritadas, trastabillando entre la mañana cegadora y su cincuentena. Mario se palpó el bolsillo del pecho, extrajo los anteojos de sol, y se los caló con un resoplido. La marea de los alcoholes de ayer bajaba y subía en su cabeza, al ritmo de la arteria temporal hinchada por la jaqueca en su sien izquierda.

Mario Fernández era un hombre alto y desgarbado, con el pelo amarillo ceniciento, largo tras las orejas, y una voz gutural de locutor que él agravaba bebiendo y fumando en cadena hasta muy tarde. Era el director y locutor ancla
en la radio Mariana fm. Su lengua florida, modulada por el controlador de la emisora, arrancaba suspiros a la audiencia femenina de la ciudad. Y, por si fuera poco, tenía fama de escritor y poeta. Aunque nadie sabía que hubiera publicado nada, había organizado con el apoyo de su radio un exitoso taller literario, que causaba sensación entre las señoras de la sociedad local. Y una soterrada envidia en los maridos: era el solterón, el hombre libre, el que dormía con quien quisiera, o solo. Si bien a veces, tarde en la noche y muy abajo en las botellas, Mario amargaba las mesas de póquer de sus amigos con alguna borrachera sarcástica. Se abstraía, hablaba a solas, declamaba protestas irónicas e incomprensibles dirigidas a un objetor invisible al que denominaba, todavía desde la puerta de su casa donde lo habían dejado apoyado: “mi hablante lírico… Pero no huyan, no teman, muchachos, mi hablante lírico sólo visita a los que no han amado lo suficiente”.

Mario continuó su paseo matutino hacia el terminal de autobuses. Ahí recogería la prensa de Santiago, que llegaba en el bus nocturno, y luego se iría a leerla mientras desayunaba en la terraza del Nacional. Al caminar, iba soslayando esas nociones pesimistas que lo habían asaltado recién, junto con el baile de los diablos. Mario Fernández se consideraba a sí mismo un profesional de las resacas. Lo principal era descender sin daño esos rápidos de la conciencia que se producían al despertar de una borrachera. Había que administrar el timón con tino, sin oponerse nunca a la corriente, pero sin dejarse arrastrar por la deriva, tampoco. Si se hacía con arte, era posible bajar hasta el remanso de un nuevo día evitando los remolinos de esas ideas inoportunas acerca de los años y la juventud perdidos, que lo habían atrapado hacía unos momentos. Lo mejor, en estos casos, era un golpe de remo hacia el pensamiento grato más próximo. Y esta mañana lo tenía a mano.

Intentando no desafiar a su jaqueca, Mario logró conducirse hacia lo que había soñado esa madrugada. Había soñado con Londres, estaba seguro. La trama la había olvidado, mayormente. Siempre ocurría así con los argumentos de sus sueños (y Mario se preguntaba si no sería esa una premonición acerca del escaso valor de un argumento para la propia vida). Al final, lo que le quedaba eran imágenes y sensaciones, vistazos y atmósferas. La emoción de lo soñado, no su relato. Se había visto a sí mismo, acercándose, pedaleando por la orilla del Támesis, recorriendo el Victoria Embankment a la altura de la aguja de Cleopatra. Veía el codo del río virando tras el puente de Waterloo, y al fondo la cúpula de Saint Paul’s, radicada en el horizonte brumoso. Esos datos eran claros. Lo demás era atmósfera: la luz grisácea, sin aristas, unos tulipanes rojos en el parque por donde pasaba pedaleando, los enormes plátanos orientales hinchados de agua, recortados en el carbón de las nubes que navegaban como acorazados sobre su cabeza. En el sueño, él amaba esa luz, y amaba el aire cortante que dilataba sus pulmones, y las palomas que se apartaban de las ruedas de la bicicleta en el último momento: trozos alados de esa luz grisácea, dotadas de un único ojo, colorado y combo, donde al pasar Mario se descubría, retratado y convexo.

La imagen del sueño fluía y se replegaba en su mente, al compás de la resaca, encantándolo y amenazándolo. Había evitado pensar en esos lugares durante muchos años. Hasta cierto punto, fue su fracaso en el húmedo Londres, en esa primera juventud –la tesina incompleta, la pérdida de la beca–, lo que lo había relegado a su domicilio actual en ese oasis, sobre el desierto más seco del mundo.

Mario tomó por la calle Ramos. Al pasar frente al tribunal de Pampa Hundida saludó al juez Larsson, que en ese momento salía a tomarse su café del mediodía calándose el sombrero gris, amparándose del sol vertical. Luego, Mario viró hacia el terminal de autobuses. En todos estos desplazamientos, iba prefiriendo la vereda de la sombra y el centro dichoso del cauce de aquel sueño. Si conseguía dejarse llevar por esa corriente feliz –evitando sus rocas amargas– llegaría a la sobriedad, eventualmente, una media hora después de su desayuno. Sano y a salvo de caerse en el remolino de melancolía que lo había tentado hacía un rato (la diabólica bandita de los años perdidos, que pasaba gesticulando y bailando).

La parte más feliz de aquel sueño, sin embargo, se le escapaba. Había algo que giraba y giraba, invisible pero esencial, como los rayos en el aro de la bicicleta; algo que soportaba la estructura completa de su ensoñación y que, sin embargo, desaparecía tragado por la propia velocidad con que se fugaba el pasado. ¿Qué era? Había hecho mil veces ese camino hacia King’s College, en el Strand, dirigiéndose a la universidad donde cursó un año del doctorado en literatura inglesa que nunca terminó. Lo que en el sueño giraba y desaparecía, confundido con la propia luz gris y dichosa que lo animaba, debía encontrarse en algún sitio de esa imagen. En el sueño lo había sentido con claridad: eran un goce y una paz tan........

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