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20-08-1940: de nuevo sobre el asesinato de Trotsky

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23.08.2024

84 años después de que se echaran siete llaves sobre su sepulcro, odiado por igual por el estalinismo como por la reacción (su nombre es al mismo tiempo uno de los blancos de la intelectualidad neoliberal y de la que rodea a Putin), Trotsky sigue siendo uno de nuestros enlaces en el tiempo.

El momento de su asesinato fue pródigo en noticias. Después de anexionarse Austria (13/03/1938) y de invadir Checoslovaquia (15-03-1939), se firma el pacto nazi-soviético (22/08/1939), le toca el turno a la ocupación de Polonia (1/08/1939), comienza la II Guerra Mundial, en junio de 1940 los nazis ocupan París, y días antes de que Mercader cumpla su mandato, estamos al principios de los bombardeos sistemáticos de la Luftwaffe sobre Gran Bretaña.

A los militantes del POUM, la noticia de su muerte les llega en los campos de concentración o en la clandestinidad francesa. No se trata, claro está, de una coyuntura con mucho espacio para que provocara la “indignación y el dolor” entre la “clase trabajadora”, tal como declaraba Joseph Hansen, el joven secretario y militante del Socialist Worker’s Party (SWP, sección estadounidense de la Cuarta Internacional), que fue quien arrebató el piolet a Ramón Mercader. Aunque el impacto que causó entre mucha gente de izquierdas es incuestionable.

Su sepelio –que en un principio estaba previsto en Nueva York pero el gobierno del New Deal no se atrevió a dar un visado ni a su cadáver- fue acompañado por unas trescientas mil personas, en su inmensa mayoría pobres que, de alguna manera, sentían que la víctima podía ser algo propio. Por las calles resonaba el “Gran Corrido de León Trotsky”, compuesto por un bardo anónimo, y en el que destacan estrofas como la siguiente: “Murió León Trotsky asesinado/de la noche a la mañana/porque habían premeditado/ venganza tarde o temprana. Fue un día martes por la tarde/esa tragedia fatal/ que ha conmovido el país/y a toda la capital”.

Por su parte, tampoco la prensa diaria profundizó especialmente sobre la cuestión. En líneas generales enfocó el drama como un “ajuste de cuentas” entre comunistas, cuando no comentó favorablemente el asesinato reclamado no solamente por los periódicos comunistas oficiales sino también por sectores de la derecha, como por ejemplo los de la cadena Hearts. En la URSS, Pravda tituló la noticia como “La muerte de un espía internacional”, de un “hombre cuyo nombre pronuncian con desprecio y maldiciones los trabajadores del mundo entero”. En un artículo aparecido en diciembre de 1987, el historiador y general Dimitri Volkogonov detallaba la reacción de Stalin, contando que “leyó con atención el artículo e hizo una mueca… Resulta que todo ha quedado en un caso de espionaje y yo he luchado todos estos años contra un espía. ¿Por qué tanto lujo de detalles? ¡Parece como si el asesinato hubiera ocurrido en Moscú¡”.

Parecía evidente que la “actualidad de la revolución” proclamada desde la III Internacional, había desaparecido. Manuel Fernández Grandizo (G. Munis), que había embarcado hacia México a fines de 1939, estableció por entonces una relación personal con Trotsky y su compañera, Natalia Sedova, y Trotsky le pidió que se hiciera responsable de la sección mexicana, muy desorientada tras el abandono de Diego Rivera. Fue Munis el que tomó la palabra en el sepelio de Trotsky en el Panteón Moderno e “intervino repetidamente en el proceso incoado contra el asesino como representante de la parte acusadora. Se enfrentó decididamente a los parlamentarios estalinistas, también a la campaña de la prensa estalinista mexicana, que acusaba a Munis, Víctor Serge, Julián Gorkin (todavía en el POUM) y Marceau Pivert de agentes de la Gestapo. Pese a la amenaza de muerte realizada por los estalinistas, Munis retó a los diputados mexicanos que le calumniaban a renunciar a la inmunidad parlamentaria para enfrentarse a ellos ante un tribunal” (1).

Frente a la indiferencia o a la maldición se erigen unas pocas voces ilustradas que denuncian el asesinato y que acusan sin ambages a los responsables. Fue el caso del compañero de viaje del SWP, James T. Farrell (1904-1979), célebre autor de la novela Studs Ludigan, que recordaba en su particular “tributo al gran viejo” cómo al final de su vida, al declarar ante la Comisión Dewey, Trotsky, evocando un momento de su adolescencia, resumió así toda su trayectoria y su fe: “Señoras y señores de la Comisión: la experiencia de mi vida, en la que no faltaron los éxitos y los fracasos, lejos de destruir mi fe en el futuro brillante y claro de la humanidad, me ha dado por el contrario, un temple indestructible. Esta fe en la razón, en la verdad, en la solidaridad humana que a los 18 años me llevó al barrio obrero de la provinciana ciudad rusa de Nikolaief, la he conservado total y enteramente. Se ha vuelto más madura, pero no menos ardiente. En la formación misma de esta Comisión…veo un nuevo y magnífico refuerzo del optimismo revolucionario que constituye el elemento fundamental de mi vida”. Farrell destaca cómo aquel “escolar que sale en busca de los obreros (“sin esperar ni preguntar a nadie”) hasta el revolucionario veterano, grande en su destierro, persiste confesando su “fe en la razón, en la verdad y en la solidaridad humana”.

Igualmente aparecen voces potentes en América Latina, en parte por la proximidad del evento, en parte por la lejanía de la guerra, y en parte también por la pasión que todavía suscitaba el “proceso de la revolución rusa (que) continúa abierto y lo estará todavía durante mucho tiempo”, decía Ciro Alegría (2), quien declara: “Esta revolución del año 17 libra aún su batalla, que será más dura en el momento en que decida campar por el mundo o cuando sus adversarios se le abalancen en un intento de ahogarla”. Desde esta perspectiva, contempla “con tristeza y angustia” la muerte de León Trotsky, al que define como “un hombre de pensamiento y un hombre de acción y, sobre todo, en la acepción más amplia del término, un revolucionario”. Esto por más que sus enemigos hayan llevado una “campaña mundial de desprestigio”, lo que no era “más que la enésima repetición de cómo la “historia nuestra que la humanidad llama sueños a las realidades distantes”.

En opinión de Ciro, Trotsky no fue un simple idealista; lo había demostrado “manejando el método marxista y una vez conseguida la victoria inicial dentro de Rusia, arquitecturó un plan revolucionario factible y cuya eficacia, en todo caso, es imposible negar a menos que se asuma, el papel de augur gitano”. No cabe hablar pues de “falta de realismo”, esta es -dentro del lenguaje revolucionario- “una palabra peligrosa”. El “realismo” de Trotsky es el de Lenin” que supo conjugar la NEP con el “espíritu revolucionario”. Trotsky combatió “por hacer triunfar su concepto, ha vivido........

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