Los periodistas de verdad, los fotógrafos del Diario de León y de La Hora leonesa, que todavía existía, me miraban con indisimulable mosqueo. Pero quién es este niño, a ver, qué c… hace aquí estorbando todos los días. Pero no había costumbre (eran las terceras elecciones generales libres de nuestra vida) y a nadie se le ocurrió ni imponer ni pedir una acreditación de Prensa. Así que aquel chisgarabís de 24 años, que llevaba al cuello una modesta Asahi Pentax de las de rollo de 36 disparos con dos objetivos que parecían de juguete, se colaba en todas partes como Pedro por su casa. Y los periodistas de verdad me miraban mal. Cómo me iban a mirar. Pero nadie me decía nada.
Me gustaba la fotografía. No se me daba mal: las reglas elementales me las había enseñado mi padre y funcionaban. Yo revelaba mis carretes (los maravillosos Tri-X de Kodak, en blanco y negro) y hacía mis ampliaciones en casa de un amigo. Y un día se me ocurrió hacer un reportaje fotográfico (mucho después sabría que se llama así) sobre algo que me llamaba la atención: la campaña electoral de octubre de 1982, por supuesto en mi ciudad, León.
Las pegadas de carteles y los carteles propiamente dichos, que llenaban las calles. Los mítines, desde luego: fui a todos menos al de Fuerza Nueva (los antepasados del actual Vox), que me daba mucha pereza y un poco de miedo. La jornada electoral, que viví como apoderado de un partido al que no pertenecía, para poder hacer fotos. El recuento de los votos. El paseo nocturno por las sedes de los partidos, a ver qué caras había. Todo. Me encontraba a los fotógrafos profesionales, siempre los mismos, en todas partes. Y me seguían mirando mal, cada vez peor. Ya está aquí este crío otra vez. Pero quién es.
Aquel octubre no se parecía en nada a este salvo en una cosa: la inflación, que superaba el 13%. Pero como nadie sabía entonces qué era la inflación, pues vivíamos felices. Hacía frío, no como ahora; quince grados en los días buenos, el cielo entoldado y aquel viento cabrón, de montaña, que te arañaba la cara. Recuerdo vivísimamente los mítines, que se celebraban todos en el Palacio de los Deportes, al otro lado del río: un espacio desangelado que olía siempre a ropa sucia, pero cabía mucha gente.
Eso era........