Desde que el mundo es mundo, los gobiernos democráticos débiles son caldo de cultivo de movimientos populistas. De aquellos que hablan en nombre del pueblo, que se arrogan la representación de toda la ciudadanía, que conciben la sociedad como si de un cuerpo se tratara, los que solo se encuentran cómodos con la uniformidad ideológica e identitaria. Naturalmente, para los idólatras de lo homogéneo, la diferencia siempre es vista como disidencia, y la disidencia es como un cuerpo extraño en el edificio monolítico del esencialismo. Ejemplos hay muchos, paralelismos, también hay multitud.
Imagino la tensión personal y sicológica de un personaje como Puigdemont, esa tensión del león cobarde, del revolucionario miedoso que, en el momento álgido del golpe de 2017, corrió despavorido (maletero mediante) más allá de las fronteras patrias en busca de un dorado refugio en la siempre incoherente democracia belga. Y es que, para querer liderar procesos subversivos, necesitas, al menos, tener algo de arrestos. No puedes azuzar a todo el personal con retórica sediciosa y que tus hechos sean diametralmente opuestos a lo predicado. Claro está que la mayor parte de la sociedad catalana ávida de aventurismos rupturistas, por la media de edad, podríamos encuadrarla en ese entrañable antifranquismo en diferido. Malas mimbres para lograr la ruptura de una nación.
Pues bien, este catalanismo identitarista y excluyente, siguió el guion de todos los movimientos totalitarios. Imitó las leyes de los totalitarismos de principios del siglo XX con sus “Leyes de desconexión” en las que eso de la “separación de poderes” era algo totalmente prescindible. Acapararon los medios de comunicación........