Recuerdo con cierta nostalgia cuando, allá por 2014, la irrupción de Podemos en el panorama político llevó a los intelectuales patrios a buscar una definición del término “populismo”. Se llegó a cierto consenso para describirlo como una tendencia política que ofrece soluciones fáciles a problemas difíciles arrogándose la representación popular. Explicaron su triunfo en las carencias económicas y financieras de la sociedad. Bendita ingenuidad.
El populismo ha demostrado ser mucho más complejo: un engendro mutante que parasita reivindicaciones ciudadanas ampliamente aceptadas y se adapta a ellas con el objetivo de vaciarlas de contenido y nutrirlas de un nuevo significado que se amolde a sus necesidades. Lo estamos viendo a diario con el feminismo, con el escudo social o, en los últimos meses, con el constitucionalismo. ¿Quién va a mostrarse contrario a la igualdad ante la ley de hombres y mujeres, a que el Estado intervenga en la protección de los más débiles o a que se respeten los derechos y libertades contemplados en la norma suprema de nuestro ordenamiento jurídico?
Sólo que ahora ser feminista implica asumir que la biología convierte a las mujeres en víctimas y a los varones en victimarios por el mero hecho de serlo, lo que aboca a que las hembras tengamos que ser resarcidas por las penurias sufridas tiempo atrás en manos del heteropatriarcado. Y esa reparación se materializa tanto en leyes que subvierten derechos fundamentales como la presunción de inocencia cuando el sujeto pasivo del delito es una mujer, como en innumerables chiringuitos millonarios creados para ser colonizados por quienes esgrimen el carnet del partido. Es una definición del feminismo que saben que muchos vamos a rechazar o matizar. Pero cuidado con verbalizarlo públicamente porque serás tildado de machista, extremista o radical.
El Estado garante da paso a uno asistencial, en el que el hambre y el miedo a la........