Las elecciones europeas nunca han despertado gran interés. Ni siquiera cuando se visten de plebiscito, como pareciera. Es una de las secuelas de la teórica distancia que existe entre lo que elegimos y nuestros intereses más inmediatos -distancia que cada nueva elección a la Cámara de Estrasburgo tiene menos de teórica-. Pero la abstención que se prevé el domingo 9 de junio está igualmente conectada a la ascendente sensación de descreimiento hacia la política que arrastramos desde hace años en nuestro país. Sensación acentuada por el fracaso de las corrientes regeneradoras que irrumpieron en las elecciones de 2014 al Parlamento Europeo. Aquello que entonces bautizamos como nueva política y que hoy ha desaparecido o busca refugio en sus viejos panfletos.
En todo caso, las decepciones acumuladas en estos diez años, por dolorosas que hayan sido, no explican por sí solas el brutal deterioro de la política española, la creciente hostilidad entre adversarios, la peligrosísima apuesta por la polarización, la cancelación del consenso como fórmula de apaciguamiento y de progreso. Hay un factor, menos conocido por el gran público, sin el que no es fácil entender lo ocurrido en estos últimos años. En especial a partir de abril de 2019, fecha funesta en la que dos políticos codiciosos e imprudentes decidieron situar sus ambiciones personales muy por delante del interés del país.
En aquella ocasión, Pedro Sánchez y Albert Rivera despreciaron una cómoda mayoría absoluta compartida (180 diputados: 123 57), y la expectativa real de una legislatura estable en la que abordar reformas que aún siguen estando pendientes, para apostar por un irresponsable o todo o nada que, en el caso de Rivera, terminó en nada y derivó, en el de Sánchez, en una indecorosa retractación de promesas electorales y el........