Nuestra vida y el mundo tal como lo conocemos es fruto de miles de años de continua e irremediable evolución humana, social, cultural… Somos la consecuencia de una continua adaptación, y portadores en nuestros propios cuerpos de cada una de las evidencias científicas de la teoría propuesta por Charles Darwin (y también del casi siempre olvidado Alfred R. Wallace) en el siglo XIX sobre la evolución natural. Darwin y Wallace fueron los primeros en encontrar la bellísima respuesta a una de esas preguntas esenciales: ¿de dónde venimos?
La teoría de la evolución está respaldada por tantas certezas científicas como que la Tierra es una esfera. Se observa en el registro fósil y en los genes, donde la evolución de cada especie deja su huella.
Un fascinante ejemplo, por poner uno entre muchísimos, es el caso del Homo floresiensis. Los estudios de restos fósiles y genéticos muestran cómo la evolución dio lugar a diferentes formas humanas que se adaptaron a entornos específicos. Sobre su existencia incluso hay referencias en tradiciones locales.
El registro fósil proporciona una secuencia temporal de organismos que han existido en la Tierra. Es como poder leer un libro con la larguísima historia escrita de cada especie. En sus páginas están escritos sus cambios, tanto graduales como los que ocurrieron de un modo abrupto. Son como fotografías del pasado que evidencian cómo los organismos se han transformado a lo largo del tiempo.
Por ejemplo, colocando ante nosotros los fósiles de cetáceos (ballenas y delfines) podemos observar una transición, el camino que hicieron desde que fueron mamíferos terrestres hasta sus formas actuales como habitantes de los océanos.
Darwin........