El regreso del imperio al Caribe: Donald Trump y la actualización letal de la Doctrina Monroe

En el año 1823, cuando las jóvenes repúblicas hispanoamericanas aún sangraban por las guerras de independencia y Europa intentaba recomponer sus imperios tras la caída de Napoleón, James Monroe, entonces presidente de los Estados Unidos, trazó una línea invisible sobre el mapa del hemisferio occidental. Esa línea, convertida en doctrina, advertía a las potencias europeas que cualquier intento de recolonización, imposición de protectorados o establecimiento de “monarquías títeres” en América sería tratado como una amenaza directa a la seguridad estadounidense, al tiempo que Washington prometía no intervenir en los asuntos internos del Viejo Mundo. Detrás de esa fórmula aparentemente defensiva se escondía una idea fundante: América no volvería a ser un tablero abierto a la disputa entre imperios, porque el único árbitro aceptable sería, tarde o temprano, el poder de los Estados Unidos.

Durante el siglo XIX, la Doctrina Monroe se invocó como un escudo diplomático frente a aventuras coloniales como la expedición francesa en México y como soporte ideológico de la expansión continental de los Estados Unidos, una potencia naciente, pero con medios militares aún limitados. Años más tarde, y con el Corolario del presidente Theodore Roosevelt, en 1904, esa lógica se transformó: dejó de ser un principio defensivo para convertirse en la justificación de intervenciones directas en el Caribe y Centroamérica, la implementación de regímenes aduaneros tutelados y el control de nodos estratégicos como el istmo de Panamá. Nació entonces la era del “Gran Garrote”: Washington se autoasignaba el papel de policía del hemisferio frente a la inestabilidad interna de los países de la región y frente a cualquier pretexto europeo de intervención.

Durante la Guerra Fría, el monroísmo se reescribió en clave anticomunista. El objetivo ya no era frenar a las coronas europeas, sino bloquear la expansión soviética y la proyección castrista en el mal llamado “patio trasero”. Bahía de Cochinos, República Dominicana, Granada y Panamá fueron capítulos en los que la vieja doctrina sirvió como marco tácito para golpes apoyados, intervenciones puntuales y el sostenimiento de dictaduras “amigas”, siempre que fueran anticomunistas. Tras el colapso de la URSS, el lenguaje de Monroe pareció diluirse bajo la retórica de la globalización y la democracia liberal, pero nunca abandonó del todo los despachos de Washington: siguió vivo en la vigilancia sobre Cuba y en la incomodidad ante cualquier presencia militar extracontinental en la región.

Dos siglos después, esa historia regresa con otro rostro y otra gramática de poder. La nueva Estrategia de Seguridad Nacional de Donald Trump, lanzada el pasado mes de noviembre del presente año, no se limita a mencionar el hemisferio occidental: lo declara teatro central de la competencia entre grandes potencias y actualiza, de facto, un “Corolario Trump” que reivindica el derecho de Estados Unidos a preservar una zona de influencia exclusiva en América. El enemigo ya no lleva uniforme europeo, sino pasaporte chino, ruso o iraní; y el terreno que se disputa no es solo diplomático, sino tecnológico, financiero, informativo y militar. En ese tablero, Venezuela deja de ser una dictadura brutal y autoritaria para convertirse en una cabeza de playa adversaria: un enclave desde el que actores extrahemisféricos proyectan poder en el Caribe.

Lo que hoy ocurre en nuestra cuenca se parece menos a una escaramuza fronteriza y más a una partida de ajedrez jugada en clave realista. Desde la Casa Blanca, Trump actúa bajo la lógica del realismo ofensivo descrito por el profesor John Mearsheimer: en un sistema internacional sin árbitro, las grandes potencias buscan la hegemonía regional porque solo dominando su vecindario pueden reducir la incertidumbre y el riesgo de intromisiones foráneas. Cada movimiento de pieza —un portaaviones........

© Revista Semana