Hacia nuevos escenarios mundiales

“Occidente dice llevar libertad y democracia a otras naciones. Esa democracia es superexplotación, y esa libertad es esclavitud y violencia. Esa democracia es hipócrita hasta la médula”. Vladimir Putin, presidente de la Federación Rusa.

El capitalismo surgió en lo que habitualmente se llama Occidente: Europa, y de ahí pasó a las colonias americanas. Estados Unidos, ya independizada de la corona británica, paso a paso terminó siendo la gran potencia capitalista, ejerciendo desde el fin de la Segunda Guerra Mundial un dominio planetario. Pero hoy, ya bien entrado el siglo XXI, las cosas tienden a cambiar. La gradual caída de Occidente como imperio dominante y la aparición de nuevos polos de gran poder en Asia no significan el inmediato abandono del capitalismo.

En este momento, con esta recomposición que están impulsando Rusia y China y la puesta en marcha de los BRICS, nada indica la superación del sistema capitalista. O, al menos, no está sucediendo lo que se puede haber predicho 150 años atrás, cuando el capitalismo industrial parecía indicar una marcha hacia “la sociedad socialista”. Rusia camina ahora por una senda de libre mercado: “No debemos volver a 1917”, dice uno de los asesores cercanos del presidente Putin. El “socialismo de mercado” puesto en marcha por Pekín no augura claramente un horizonte postcapitalista; si a su numerosa población le está dando resultados –se sacaron de la pobreza rural crónica 400 millones de campesinos–, al resto del mundo no le abre un mundo de mayor justicia y equidad. No, al menos, en lo inmediato.

La Nueva Ruta de la Seda, más allá de la declaración políticamente correcta de “ganar-ganar” que propicia para todos, no deja claro cómo beneficiaría con carácter socialista a las grandes masas populares de los 134 países incorporados (30 europeos, 37 asiáticos, 54 africanos y 13 latinoamericanos). Lo que se está viendo en este momento, tercera década del siglo XXI, es un cambio del centro dominante y un debilitamiento del poderío de las grandes potencias capitalistas tradicionales. Europa Occidental hace décadas quedó siendo un socio menor de Washington (Plan Marshall postguerra), y su rehén militar y nuclear (más de 400 bases militares yankis en su territorio). Estados Unidos, que continúa funcionado como potencia dominante, lentamente va perdiendo su papel hegemónico, tanto en lo económico como en lo científico-técnico y lo militar.

El supremacismo occidental ha sido brutal, infame, despiadado, ejerciendo por siglos un colonialismo que lo enriqueció a base de saqueos inmisericordes. Las potencias capitalistas euroamericanas se han arrogado el derecho de dictaminar cómo tiene que ser el mundo –sin aclarar que, según sus conveniencias, obviamente–. El “orden internacional basado en reglas”, que pregonan altisonantes los voceros de esos mega-capitales que intentan seguir manejando la aldea global, es el orden que les favorece. Nunca hay que olvidar, como dijera Trasímaco de Calcedonia hace dos milenios y medio en la Grecia clásica, que “La ley es lo que conviene al más fuerte”. El planeta Tierra no es solo Occidente, no hay que olvidarlo, y ahora eso se hace más evidente.

El modelo de vida que generó el capitalismo más desarrollado dio como resultado un sujeto y una ética insostenibles. El nuevo dios pasó a ser el consumo, la adoración de los oropeles, la veneración cuasi religiosa del “tener”. En su nombre se sacrificaron pueblos enteros –los originarios de América del Norte en principio, y de otras latitudes luego–, así como el planeta Tierra. Si toda la humanidad consumiera como lo hace la población estadounidense, en unos días se acabarían los recursos naturales del globo terráqueo. En Estados Unidos todo es consumir y botar a la basura, dejarse llevar por la novedad, buscar con voracidad el poseer cosas. “Lo que hace grande........

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