El mito de la democracia
Suele anteponerse democracia a dictadura, tiranía, autoritarismo. El mundo moderno (capitalista) ha hecho de aquella la supuesta panacea universal. Les “va bien” a quien se apegan a la democracia. Los otros, quienes no transitan esa senda, son la “oscuridad decadente”. Ahora bien: para hablar seriamente de “democracia” puede ser pertinente comenzar con una imagen gráfica que nos legara Quino (Joaquín Lavado) con su inefable personaje Mafalda. En dos cuadros, con astuta ironía y muy sintéticamente dice todo lo que intentaremos expresar con este farragoso y quizá muy tedioso texto. En el primero de ellos aparece Mafalda con un diccionario buscando allí la definición del término “democracia”: “Del griego demos, pueblo, y cratos, autoridad. Gobierno en que el pueblo ejercer la soberanía.” En la segunda imagen, se carcajea a morir. ¿Es la democracia el gobierno del pueblo?
Si estudiamos las formas de organización político-comunitaria que ha tomado cualquiera de las sociedades donde encontramos grupos sociales enfrentados, lo que también se conoce como “clases sociales”, desde que existe registro histórico de ello (a partir de las sociedades agrarias sedentarias en adelante, hace unos diez mil años aproximadamente), vemos que siempre es una pequeña élite la que guía/obliga/establece los destinos del colectivo. Fuera de una organización social de iguales en un período pre-agrario, cuando la humanidad era cazadora y recolectora, pares donde todos los miembros de la comunidad serían iguales (forma que se extendió por más de dos millones de años, desde el primer Homo habilis al Neolítico y de la que aún pueden encontrarse agrupaciones que así funcionan, fundamentalmente en la profundidad de selvas tropicales), el estudio de toda estructura social que encontramos a través de la historia desde que se encuentra un excedente social, nos confronta con dirigentes y dirigidos. Y siempre, invariablemente, los primeros son una minoría, y los segundos una amplia masa: faraón, rey, emperador, sumo sacerdote, principal, señor feudal, mandarín, empresario o algo por el estilo, contra un extendido colectivo de esclavos, siervos, campesinos, súbditos, trabajadores asalariados o la modalidad que sea, siempre en una asimétrica relación: unos pocos subyugando/gobernando a enormes mayorías.
¿Cómo ha sido posible, y sigue siéndolo en nuestro capitalismo ultra desarrollado, que unos pocos sojuzguen a una inmensa multitud? ¿Por qué esa amplia colectividad no se levanta, no reacciona contra el opresor? Apelar a una explicación biologista con reminiscencias darwiniana donde “los más aptos” se impondrían, lleva implícita una valoración cuestionable: no puede explicarse la historia por la idea de “triunfadores” (los mejores, los más aptos) versus “perdedores” (los más débiles, los menos aptos). Si nos quedáramos con esa pretendida “explicación”, se estaría avalando la idea de “superiores” e “inferiores”. Definitivamente no hay ciudadanos “mejores” y “peores” entonces, gente de “sangre azul”, designados por los dioses, países “civilizados” versus sociedades “salvajes”. Sin embargo, si vemos con objetividad cómo funciona hoy nuestra aldea global, esa noción está absoluta –y descarnadamente– presente. Aunque no hay “razas superiores”, el ordenamiento del mundo nos confronta con que, para mucha gente, eso continúa siendo una realidad: una muy minúscula élite toma las decisiones que nos afectan a todas y todos, tanto a nivel micro, lo nacional, como en el ámbito supranacional, global.
Esto abre, o continúa y profundiza, un debate que aún no está saldado. No se puede afirmar, categóricos, que estamos irremediablemente ante la necesidad de un conductor, de un gran padre todopoderoso que conduce a la masa. Lo constatable, no obstante, es que esos pequeños grupos siguen decidiendo los destinos de la humanidad. “El 0,000001% aparece en nuestras listas. El resto nos lee”, decía una irreverente, si se quiere abominable, pero realista, publicación de la cuestionable Revista Forbes. Más allá que el contenido ideológico del mensaje pueda ser repulsivo, encierra una verdad: las decisiones del mundo las toma una pequeñísima, ultra minoritaria minoría. Para graficarlo de un modo patético, veamos este ejemplo: en la reunión anual del Grupo Bilderbeg del año 2022, que tuvo lugar en Washington, se filtró la agenda que se trataría. Por supuesto, las conclusiones tomadas jamás salen a luz. Los “amos del mundo”, como se le conoce a este grupo, deciden en la mayor secretividad el guión que sigue la humanidad para el futuro próximo. En esa filtración pudo saberse que uno de los tópicos a abordarse sería la “gobernabilidad global post guerra nuclear”. Todo indica que quienes toman esas decisiones vitales para los ocho mil doscientos millones de habitantes del planeta, tienen contemplada la posibilidad de una guerra con armamento nuclear, pero limitada (armas tácticas, las llaman). Según algunos expertos, eso es un despropósito total, un imposible. No hay guerras nucleares “limitadas”. De librarse una guerra atómica con apenas un pequeño porcentaje de la capacidad destructiva actual (alrededor de 12.000 misiles balísticos intercontinentales, el 90% de ellos repartidos entre Rusia y Estados Unidos), la destrucción de toda forma de vida está asegurada. La pregunta de fondo es: ¿quién de los mortales de a pie decide eso? ¿Qué tiene que ver la institucionalidad democrática, esa de las urnas, esa de la que se ríe Mafalda, ligada por los grupos de poder a las nociones de “libertad”, “autonomía” y otras exquisiteces por el estilo, con las decisiones que se le imponen al colectivo planetario?
Es evidente y totalmente constatable en la observación desapasionada de la historia de la humanidad que, al menos hasta ahora, en esta sangrienta dinámica de lucha de grupos enfrentados que ya lleva varios milenios, son siempre minúsculas minorías las que ejercen el poder sobre amplias mayorías. Ante eso surgen inmediatamente las preguntas: ¿qué hay de la democracia, del “gobierno del pueblo”? ¿Es posible? ¿Cómo? De momento, salvo casos muy puntuales –de poder popular con un ejercicio democrático de base en experiencias socialistas– eso no ha pasado de mito. Las actuales “democracias de mercado” han llevado ese mito a alturas estratosféricas.
En el vocabulario político actual “democracia” es, sin lugar a dudas, la palabra más utilizada. En su nombre puede hacerse cualquier cosa (invadir un país, por ejemplo, o torturar, o mentir descaradamente, o llegar a dar un golpe de Estado); es un término elástico, engañoso en cierta forma. Pero lo que menos sucede, lo que más remotamente alejado de la realidad se da como experiencia constatable, es precisamente un ejercicio democrático, es decir: un genuino y verdadero “gobierno del pueblo”. Esto de la democracia es algo muy complejo, enrevesado. Es, en otros términos, sinónimo de la reflexión sobre el poder y el ejercicio de la política. Para ser cautos no podríamos, en términos rigurosos, ponderarla como “lo bueno” sin más, contrapuesta –maniqueamente, por supuesto– a “lo malo”. Siendo prudentes en esta afirmación puede citarse a un erudito en estos estudios, Norberto Bobbio, que con objetividad dirá que “el problema de la democracia, de sus características y de su prestigio (o de la falta de prestigio) es, como se ve, tan antiguo como la propia reflexión sobre las cosas de la política, y ha sido repropuesto y reformulado en todas las épocas”.
Vale preguntarse entonces qué entender por “política”. Nunca más oportuna la definición que, sarcástico, dio Paul Valéry: “Es el arte de impedir que la gente se entrometa en lo que realmente le atañe”. Deberíamos agregar: “haciéndole creer que decide algo”. La política en manos de una casta profesional de políticos, tal como hoy día sucede, termina siendo una perversa expresión de manipulación de los grupos de poder, lo cual no tiene nada que ver con la repetida idea de democracia como “gobierno del pueblo”.
La vida en regímenes dictatoriales torna la cotidianeidad terriblemente dura. Vivir bajo una dictadura donde no existen garantías constitucionales mínimas, donde cualquiera puede ser secuestrado por las fuerzas de seguridad del Estado, torturado o asesinado con la más completa impunidad, es un atropello flagrante, un calvario. Las penurias económicas son terribles; pero por supuesto una dictadura es peor: morirse de hambre, aunque sea escandaloso, no es lo mismo que morir en una cárcel clandestina de una dictadura producto de los tormentos.
De todos modos, en ese sentido no está de más recordar una muy pormenorizada investigación desarrollada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo –PNUD– en el 2004 en países de América Latina donde se destacaba que el 54,7% de la población estudiada apoyaría de buen grado un gobierno dictatorial si eso le resolviera los problemas de índole económica. Aunque eso conllevó la consternación de más de algún politólogo, incluido el por ese entonces Secretario General de........
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