El panteísmo de Giordano Bruno acabó llevándole a la hoguera por desafiar a la Iglesia, al afirmar que no era preciso hacer nada para ir al cielo, puesto que la Tierra ya estaba en el cielo. Pese a esta certeza, hablando metafóricamente, podemos afirmar que, tras tanto esfuerzo humano y tanta sangre derramada a lo largo de los siglos, no logramos alcanzar la paz y las bondades de ese cielo que todos los mortales quisiéramos encontrar en este planeta desde el que, quien aún eleva la vista, puede contemplar la belleza de constelaciones como la Osa Mayor, Casiopea o Perseo. Pero el cerebro humano está bloqueado con otras presiones y banalidades que le apartan de la naturaleza y de la esencia de la vida; tal como decía Oscar Wilde, “lo menos frecuente en este mundo es vivir. La mayoría de la gente existe, eso es todo”. Hoy, más que nunca, en estas incertidumbres, alejados como estamos de nosotros mismos y de nuestros semejantes, recordamos la compleja frase de Heidegger: “el hombre es un ser de lejanías” y, entre otros muchos sentidos, encontramos en ella la infancia lejana, la adolescencia y la juventud; estamos condenados a la lejanía, y todo lo que no entendemos va quedando en una indefinible distancia de nuestra memoria junto a los remordimientos del tiempo perdido; vivimos entre lejanías con las que vamos pastoreando un presente, que ya es pasado, con el incesante deber de seguir, entre tropiezos, humanizando la vida.
Los evidentes estertores de nuestra civilización están mostrando una desafección y orfandad existencial que nos sitúan en las antípodas del espíritu liberal, en todo su amplio sentido. Occidente está inmerso en la superficialidad; los mimbres que tejen la historia están desarrollando una civilización abstracta que convive con los fantasmas de las crisis y las masacres perpetradas a lo largo del tiempo. Las........