Comienza el año, y el Teatro de la Historia prosigue su función incesante fluyendo como el río de Heráclito, en el que nadie se baña dos veces porque, según el aforismo del filósofo jónico, nada es igual tras cada instante; todo se ve arrastrado por la irrefrenable fuerza del río de la vida: pasiones, rencores, banalidades, edictos, dictaduras, egoísmos, pactos deshonestos, anatemas, pensiones millonarias, escándalos políticos, corrupciones, entierros de necesarias investigaciones…; todo sucumbe en sus aguas turbulentas y, pese a ello, pese a la dicotomía del alma, siempre queda en sus riberas la repetida esencia de la ilusión por la vida y la humana necesidad de mejorarla. Tras el solsticio de invierno comienza a crecer el sol, el frío deja de agarrotar el amanecer y la luz se dilata llenándonos el espíritu de un grado de felicidad que busca renovar el futuro, como se renueva la sabia de los árboles, recordándonos que estamos vivos para vivir. Al iniciarse el año hay un hábito de reflexión con el que nuestra conciencia hecha una mirada a lo vivido en estos tiempos mediocres de miseria moral y política, y uno se cuestiona si sería más sensato perseguir únicamente los sueños más bellos y elementales de nuestra condición humana. Algunos seres preclaros dan un giro radical a su forma de vivir al ver un nuevo modo de esclavitud en su horizonte, en sus ciudades, en sus trabajos y en el frenético servilismo que brindamos a la tiranía del consumo. La vida, pálidamente enaltecida por nuestros pequeños triunfos, nos pide romper con la mediocridad del conformismo y nos acerca al borde de la náusea por los graves errores del mundo, por sus mentiras, hipocresías y convencionalismos que convierten todo en una ficción de la realidad, dejando un regusto de........