Nicolás Maduro abrió los ojos, primero sin esfuerzo, luego con determinación, y así logró que se vean enormes, como dos grandes canicas, pero daba lo mismo: la oscuridad que los inundaba era la misma que lo acompañó mientras dormía. Nervioso, pestañeó una y otra vez, esperando en vano que algún brillo, que alguna luz penetre en su mirada. Derrotado, se dio por ciego. Pensó, sin duda, que alguien de su entorno lo había traicionado, que por “un miserable puñado de dólares” le había puesto algún brebaje maligno en la comida —esa última arepa tenía un sabor extraño—. O, peor, imaginó que esa ceguera era el preámbulo de la muerte. Tenía sentido, a los malditos yanquis no les iba a bastar dejarlo en la penumbra sino, que —ahora lo podía entender con una claridad perturbadora— iban a “encargarse de él”, iban a dejarlo, ni más ni menos, listo y dispuesto para la mortaja. La perspectiva de prescindir de su propia existencia, la idea de vivir sin él mismo lo aterró tanto que, de un repentino y brusco movimiento, se incorporó y quedó sentado sobre el centro de la cama. Entonces, sus ojos lograron abrirse todavía más, ahora felices, al recibir la luz plena de la mañana y, junto con ella, la imagen habitual de su habitación.
MIRA: Pequeñas f(r)icciones: Veinticuatro meses de soledad
—¡Cónchale! —exclamó— No estoy ciego, ni muerto. Maldita pesadilla.
Sin embargo, rápidamente comprendió que algo no andaba bien. Se movió hasta quedar sentado a la orilla de la cama. Llevaba puesta una bata con los sagrados y bolivarianos amarillo, azul y rojo. Sin discusión, era una prenda hermosa, pero por más que rebuscaba en su memoria, no lograba recordar haberla tenido antes. Incluso, ahora que observaba bien a su alrededor, su propia habitación —no sabía bien cómo explicarlo— no era del todo........