07/11/202406/11/2024 Varias personas limpian entre coches amontonados en Alfafar, Valencia. Carlos Luján / Europa Press.
Puede que suene a historieta de veterano de guerra, pero hubo un tiempo no muy lejano en que reventó una crisis inmobiliaria en Estados Unidos. La economía entera se constipó. Trabajadores de cuello blanco salían de las oficinas de Lehman Brothers cargando con sus pertenencias en cajas de cartón. Hubo familias que perdieron sus casas, perdieron sus ahorros, perdieron sus vidas. Por lo visto, el sueño americano no era otra cosa que un festín de usureros y prestamistas. Un sálvese quien pueda. Una esclavitud de hipotecas leoninas que se fueron al cuerno en cuanto crecieron los tipos de interés.
La crisis tardó medio minuto en cruzar el charco. También por estos lares habíamos vivido seducidos por la cultura de la propiedad y se nos exhortaba a comprar inmuebles mediante hipotecas ventajosas que en realidad tenían algo de cadena perpetua. Chapoteábamos en los valores del individualismo a la par que nos inculcaban un patriotismo de clase media. Era el lenguaje de la competitividad. De la desconfianza mutua. De hincar el codo al vecino para salir en la foto. Los sindicatos parecían una cosa antigua y las redes vecinales habían dejado de tener sentido en las nuevas urbanizaciones blindadas con circuitos de alarma y alambres de púas.
Cuando todo saltó por los aires, la película mudó de género. De pronto, las instituciones públicas acudían a socorrer a los bancos y las empresas. En las navidades de 2010, el rey Juan Carlos nos invitaba a aunar esfuerzos contra la crisis. Unos meses........