Los Estados Unidos en el ojo del canario. Glosando a Martí
Como sabemos, hay una Cuba que forma parte de EE. UU. Se visibiliza en la prensa desde el siglo XIX, se destaca en el cine desde la era silente, en los primeros seriales de la TV, en las obras de grandes narradores, compositores y orquestas de música popular, en los line ups de los equipos de béisbol, y tantas otras cosas norteamericanas, donde Cuba, incluidas sus revoluciones, ha dejado una impronta.
Esa Cuba parte inseparable de la cultura de EE. UU. se perfila en la huella urbana de New York, New Jersey, Tampa, Cayo Hueso, Miami, el sur de la Florida, y se sigue derramando hoy por California, Texas, Kentucky.
En esa huella, emigrados cubanos y cubanodescendientes reivindican sus nexos con la cultura y la sociedad cubanas. A favor de esa identidad legítima, citan a Félix Varela, José María Heredia, Cirilo Villaverde, Ignacio Cervantes y, por supuesto, al mayor de todos los cubanos, José Martí.
No sobra recordar, empero, que en esa presencia activa de los cubanos emigrados a EE. UU., incluyendo hacendados patriotas y también anexionistas ilustres, los revolucionarios se distinguían no solo en su lucha por la independencia, sino por la visión de una república de justicia social y una nación plenamente soberana. Y que el paradigma de cubano que encarnó José Martí no solo fue por vivir, trabajar y publicar durante trece años en Nueva York, mientras organizaba la liberación de Cuba, sino por indagar detenidamente el significado de los EE. UU. como proyecto histórico y civilizatorio.
¿Cuánto sabemos nosotros los cubanos, aquí y allá, acerca de ese Martí que explicó los EE. UU., con sus luces y sus sombras? ¿En qué consistían exactamente esos claroscuros? Al margen del puñado de frases estereotipadas y lugares comunes con que se diseca a menudo su pensamiento político, intento apenas glosar en este brevísimo espacio algunas meditaciones suyas sobre la sociedad, el sistema, la formación cívica en ese país y sus lecciones para la emancipación cubana.
José Martí
Como se sabe, José Martí afirmaba que los EE. UU. no habían llegado a constituirse definitivamente como nación. Habiendo conocido Europa, América Latina y el Caribe, de estar muy al tanto del mundo de su época, y de haber vivido no solo en Cuba, sino en España, México, Guatemala, Venezuela, a su juicio, los EE. UU. eran más bien una “casa de pueblos”.
Juzgaba que ese proceso de nación en construcción no solo estaba afectado por la arribada incesante de gentes de todas partes, sino porque los nacidos allí, en segunda y tercera generaciones, se mantenían suspendidos entre la cultura de sus ancestros y la establecida por los fundadores, en la cual “sólo una porción escasa de los que nacen en el país se sienten prendidos”, y donde nunca llegaban a arraigarse de manera pareja.
Esa bifurcación provenía de que los nacidos en tierra estadounidense aprendían más a “amar acaso la de sus padres extranjeros que vieron siempre venerada en el hogar” que la de su asentamiento. Pero sobre todo de una contradicción que atravesaba el funcionamiento del sistema y su cultura política.
De una parte, “el súbito ascenso de los hombres a la igualdad política”, en una cultura que los reunía con el mismo rasero de ciudadanos. De otra, “la desigualdad con los medios de darles satisfacción, que no crecen con tanta rapidez como los apetitos”.
En otras palabras, la promesa de la libertad y la igualdad sobrepasaba al orden social mismo, y sus capacidades para realizarse plenamente y a fondo, con todos y para todos los que compartían ese sueño.
Aunque esa crítica........
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