Las elecciones en EE. UU. y la dinámica de nuestras relaciones
Carezco de las dotes adivinatorias para saber lo que pasará en las próximas elecciones de EE. UU. Además, considero que ninguna encuesta puede disolver del todo el margen de incertidumbre prevaleciente, no solo respecto a una mecánica electoral que se estirará peligrosamente por días, sino también por las circunstancias volátiles en que tendrá lugar. Juzgar que la ciencia de las encuestas puede penetrar esa furiosa madeja de intereses polarizados es concederle a la pugna electoral una transparencia que no tiene; así como atribuirle a la ciencia una infalibilidad que le es extraña. Como es evidente, en la América beligerante de Trump y de Biden no son las intenciones de voto lo único que cuenta.
¿Cuántos de los que no han votado antes lo harán realmente ahora? ¿Cuál será el margen de victoria del ganador? ¿Cuáles estados decidirán el resultado? ¿Cuál será la reacción de los que pierdan? ¿Qué papel tendrá el Tribunal Supremo?
Hace casi cuatro años escribí estas líneas, en noviembre de 2020: apenas seis días antes de las elecciones. Volvamos un momento sobre el hilo de este proceso, nublado cada día por noticias y personajes.
En los comicios de 2016, la mayoría de los expertos se habían equivocado en sus predicciones, confiados en las encuestas, pero también arrastrados por el sentido común de “lo que dicen todos”. Algunos habían pronosticado, en 2008, que Obama “no podía ganar por ser negro”. Al final de su mandato, daban por descontado que un candidato desfavorecido por los grandes medios (léase, The New York Times y CNN), y que se había impuesto a la maquinaria del Partido Republicano, viniendo de afuera, carecía del menor chance.
Supimos luego que, si bien Hillary Clinton ganó el voto popular absoluto (48 %) por 3 millones, lo perdió en 30 estados, equivalentes a 56,5 % de votos electorales. Trump ganó con solo 46,4 % del voto popular, pero llevándose la mayoría de los estados, que es lo que cuenta en aquella mecánica. Fue un error no tomarlo en cuenta.
Par de semanas antes de las elecciones entre Trump y Biden en 2020, algunos comentaristas preconizaban que “un tsunami demócrata podría ganar no solo la Casa Blanca, sino el Congreso”. El entusiasmo, suscitado por la embriaguez de las encuestas y la descomunal ventaja entre Biden y Trump (“la mayor en la historia de las campañas presidenciales desde 1934”) se esfumaría con las cifras reales de la votación.
Lo escalofriante de las elecciones de 2020 fue precisamente lo mucho que escondía ese margen. Biden ganó; pero Trump logró más de 74 millones de votos, casi 5 millones más que Barack Obama en su histórico triunfo de 2008; o sea, una proporción del voto total superior a la obtenida contra Clinton en 2016. Aunque perdió el álgebra del voto electoral total, ganó en tantos estados como Biden, o sea, se llevó la mitad de la Unión.
Cuando yo preguntaba en la víspera de aquellas últimas elecciones cuál sería la reacción de los que perderían, no me basaba tanto en el tono pendenciero de las campañas, vuelto casi normal en la política de EE. UU., sino en el contenido violento de las impugnaciones republicanas a la legitimidad del proceso, las........
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