El pasado fin de semana, mientras escuchaba a artistas y escritores en congreso, volví a pensar que nuestra relación con los EE. UU. es, en primerísimo lugar, un problema cultural. Aunque no hubo tiempo allí para debatir esa relación, y extraer lecciones prácticas que sirvan para mejorarla, me vino a la mente una pregunta: ¿Cuán conscientes y preparados estamos para asumir ese encuentro entre las dos sociedades que ha ido emergiendo en los últimos veinte años? Ya que entender esa relación no es una materia optativa, o que podamos dejar para luego porque supuestamente nos “distrae de resolver nuestros propios problemas” o porque, no siendo dirigentes ni diplomáticos, es cosa ajena.
Aunque el resultado de las elecciones en EE. UU. pueda impulsarla o no en cierta dirección, esa relación entre países no depende, estrictamente hablando, de quién haya ganado. Siendo un fenómeno cultural, atañe a corrientes de intercambio que subyacen en la sociedad cubana adentro y afuera; así como a nuestra capacidad para entender al vecino de los altos, con su imperialismo que nos azoca desde hace más de siglo y medio, y con su cultura y sociedad que hacen parte del ajiaco que somos (Fernando Ortiz dixit). De ahí por qué importa tanto una conciencia crítica para mirarla (y verla) de frente, y en su complejidad.
No hemos sido los únicos espantados ante el hecho de que un político de la nueva ultraderecha, cuyo auge se extiende a Europa y América Latina, vuelva a entronizarse en la Casa Blanca; dentro de un sistema presidencialista, en el que el Ejecutivo concentra un poder descomunal.
De hecho, muchos están más preocupados que nosotros con la segunda temporada de Trump, incluidos algunos de sus aliados y adversarios. Hasta podría decirse que, entre todos los latinoamericanos y caribeños, somos los más preparados: ninguno como Cuba acumula tanta experiencia de la hostilidad de EE. UU., al punto de hacérsenos costumbre. De hecho, hemos estado mucho menos habituados a los buenos modales y el tono conversacional de Barack Obama que al estilo brutal y amenazante de Donald Trump.
Aunque un amigo mío me había apostado que Kamala Harris triunfaría de calle y le propinaría una pateadura a Trump, preferí optar, como “hipótesis de trabajo”, por que la ultra volvería a ganar, y la tendríamos otros cuatro años. En ese escenario “de horror y misterio”, descartaré la creencia comúnmente aceptada de que los políticos de EE. UU. se suavizan con Cuba en su segundo mandato. Primero, porque esa tesis tan repetida carece de suficiente evidencia; y segundo, porque nada hace pensar que DT tenga algún interés especial hacia la isla, ni siquiera el dictado por la lógica de los negocios, como imaginé cuando fue elegido en 2016. Y como no le interesa, se la puede dejar a cualquiera, sea Marco Rubio o la Asociación de Veteranos de la Brigada 2506. Como dicen ellos, who cares?
Me interesa discutir qué podemos hacer para fomentar relaciones e intereses que contrarresten los efectos de una nueva presidencia de Trump. Y, dado que la política se basa más en intereses que en otras afinidades, ¿qué pueden querer los estadounidenses que los cubanos podamos........