Un alto en la rutina de Wakefield

Cierto personaje del escritor japonés Haruki Murakami es hecho prisionero y conducido a un lugar en el cual se encuentra ante una peligrosa disyuntiva. Lo han conducido hasta el borde de un pozo y, junto al brocal que forma la boca, después de haberse visto obligado a atisbar las profundidades, observa cómo un oficial saca un revolver y lo lleva hasta su cabeza. Mantiene la punta del arma asentada en su sien por largo tiempo, sin disparar. Luego, el oficial baja el arma, la guarda en su funda, pero con una mano apunta a la boca de piedra.

El prisionero comprende que sigue vivo y que no tiene más que dos pobres opciones si pretende conservar su estado: o muere de un disparo o se lanza al interior, cuya profundidad desconoce porque no se alcanza a divisar. Se fija en el oficial, quien ha puesto ahora una mano casi delante y comienza a descontar segundos. No iba por tres dedos cuando el prisionero, convencido, cruzó una pierna por sobre el brocal y se lanzó a las profundidades.

Al rato fue consciente de que seguía vivo, aunque estaba atrapado en un pasaje tan angosto y profundo que dudaba que fuera posible salir, así que, pasado el trance inicial, cuando el golpe de la caída y la lluvia de orina que vertieron sobre él los solados enemigos eran parte del pasado, se sintió muy frustrado. Qué podía hacer si no resignarse a su situación.

Al rato, ni siquiera alcanzaba a pensar. Sintió la opresión de la soledad y su desesperación se hizo demasiado profunda. Al menos, porque siempre hay algo que reconforta en un momento extremo, había alcanzado a sentarse; de modo que estaba allí sin hacer nada, sin pensar nada en las tinieblas: “Sumido en una oscuridad tan profunda, pierdes la facultad de discernir si la percepción es real o........

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